viernes, 28 de junio de 2013

Sobre el desarrollo: Cuando la palabra significa otra cosa


Alberto Chirif

 El discurso del desarrollo, entendido como progreso siempre creciente de la sociedad, tiene una escasa profundidad histórica. En un excelente artículo, llamado justamente “Desarrollo”, Gustavo Esteva (1996: 52-78) señala cómo, entre mediados del siglo XVIII y del XIX, el concepto de “desarrollo evolucionó de una noción de transformación que supone un avance hacia la forma apropiada de ser, a una concepción de cambio que implica encaminarse hacia una forma cada vez más perfecta”. Añade el autor que en ese “periodo, evolución y desarrollo llegaron a emplearse como términos intercambiables entre los científicos” (Ibíd.: 55). Y en esto radica el meollo del problema: la evolución así concebida debe ser un proceso que lleve a situaciones cada vez más perfectas y el desarrollo también. Engels completó esta idea cuando, trasladando las ideas de la evolución biológica al campo social, estableció las etapas del tránsito obligado de todas las sociedades, las cuales, partiendo del salvajismo, debían pasar por la barbarie y alcanzar finalmente la civilización. Es curioso cómo los más acérrimos anticomunistas y los más convencidos católicos han asumido esta tesis sin cuestionarse su origen.


 Es a inicios del siglo XX, con el afianzamiento cada vez mayor de la sociedad industrial, del capitalismo y de la ciencia tal como hoy la conocemos, y, sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial cuando se configuran las características que deben regir las relaciones entre los países del mundo, que la noción de desarrollo cobra gran importancia. El desarrollo queda así marcado por la forma que le imprime un país determinado, los Estados Unidos, que logra que su modelo se convierta en objeto de deseo general. Su trabajo posterior sería entonces conseguir que la vehemencia por poseerlo fuese mundial.

 Antes de ese tiempo no se hablaba de desarrollo. Los misioneros de los siglos XVII y XVIII no conocieron ni intentaron nada parecido al desarrollo de los indígenas. Lo suyo era la evangelización, la conquista espiritual, como la calificaron, aunque ella en muchos casos lo fue también material, en la medida que junto a los sacerdotes (en especial en los casos de la sierra y de la costa), se establecieron encomenderos y autoridades diversas que se apropiaron de la fuerza de trabajo de los indígenas. En ese proceso de evangelización, los misioneros realizaron cambios que tuvieron drásticas consecuencias en el estilo de vida y el bienestar de las sociedades indígenas. El principal de ellos fue la fundación de reducciones, esas Babeles en las que las culturas y las lenguas se confundieron y las gentes quedaron desorientadas por falta de referentes sociales para organizar sus vidas en condiciones desconocidas.

 Pero el cambio más drástico producido por las reducciones fue el reasentamiento en ambientes ribereños de indígenas acostumbradas a habitar en espacios interfluviales. Este hecho abrió un proceso que continúa hasta nuestros días, cuando de ribereños de cursos fluviales, muchos asentamientos se han convertido en orilleros de carreteras. Se trata de un cambio grave porque implica, a la vez, una fuerte presión sobre áreas reducidas y el abandono de zonas interiores del monte, lo que ha tenido severas consecuencias para la buena gestión del territorio y el bienestar de la gente. 
   
Los caucheros del cambio de siglo XIX-XX tampoco especularon sobre el desarrollo. Lo suyo, decían, en lo que corresponde a su relación con los indígenas, era un tema de civilización. No es casual que ya por entonces las ideas de Engels al respecto fueran bien conocidas.

 Si en algo se parecen los caucheros civilizadores a los agentes desarrollistas actuales es que las acciones de ambos producen justamente lo contrario de lo que sus discursos anuncian. ¿Qué tiene que ver con la civilización bien entendida las masacres, violaciones y torturas cometidas contra la población indígena, y esto sin referirme a los métodos destructivos de la naturaleza para hacerse de las gomas silvestres que, en el caso del caucho (es decir, de la Castilloa ulei) implicaba la tala del árbol? ¿O qué tiene que ver con los beneficios que anuncia el desarrollo, la contaminación de las personas y de su medio ambiente, el retroceso cada vez mayor de la calidad de servicios sociales, como los de educación y salud, y, en fin, la alteración de condiciones de vida satisfactorias a cambio de nada? Por más que lo pienso, en ninguno de los dos casos he podido encontrar la relación. 

 No puedo decir lo mismo respecto a los misioneros, no porque esté de acuerdo con lo que hicieron sino porque, en los casos que no actuaron como monaguillos del poder político y económico, no se les puede acusar de haber lucrado con discursos deliberadamente falsos. No obstante, las tres fuerzas, misioneros, caucheros y agentes del desarrollo, tienen en común la responsabilidad de haber generado aquello que los economistas llaman “externalidades”, término que, a pesar de su aparente inocencia, encubre realidades atroces: en el caso de los misioneros, las epidemias que diezmaron a las poblaciones indígenas; de los caucheros, las torturas y asesinatos deliberados; y de los agentes del desarrollo (Estado, empresas, entidades financieras internacionales), el deterioro de la vida de la gente y la contaminación de su salud y hábitat. 

 La otra pregunta que hay que hacer en este momento es si desarrollo significa algo para los pueblos indígenas. En una notable reflexión, Carlos Viteri se pregunta si existe el concepto de desarrollo en las cosmovisiones indígenas. Su conclusión es que en ellas no existe “la concepción de un proceso lineal de la vida que establezca un estado anterior o posterior, a saber, de subdesarrollo y desarrollo; dicotomía por los [sic: la] que deben transitar las personas para la consecución de bienestar, como ocurre en  el mundo occidental”. Añade que tampoco existen en esas cosmovisiones “conceptos de  riqueza y pobreza determinados por la acumulación y carencia de bienes materiales”. En cambio, agrega, los pueblos indígenas tienen una visión holística acerca de lo que debe ser el objetivo de los esfuerzos humanos, que es “buscar y crear las condiciones materiales y espirituales para construir y  mantener el  'buen  vivir', que se define también como 'vida armónica', que en idiomas como el runa shimi (quichua) se define como el 'alli káusai' o 'súmac  káusai'” (Viteri, 2012).

 En la misma línea de lo que plantea Viteri, quiero señalar que durante un taller en la comunidad de Pucaurquillo (río Ampiacu, bajo Amazonas, Loreto), realizado hace unos años, pregunté a personas de cuatro identidades indígenas diferentes qué significaba para ellos pobreza. Solo una de las personas señaló que ser pobre era “no tener recursos económicos”. La pregunta que debí hacerle en ese momento es qué entendía por tales recursos. De las demás, ninguna aludió a dinero o a bienes de mercado, sino más bien a relaciones y a actividades propias: no tener parientes, no tener relaciones sociales, no tener chacra, alguien sin cultura, no tener conocimiento ni educación, ser minusválido o mutilado (exactamente: “que no tiene extremidades”) y ser ciego. 

 Por las dos consideraciones expuestas, como son la escasa profundidad histórica del discurso del desarrollo y la ausencia del concepto de desarrollo en los pueblos indígenas, es que ahora le daré un giro al tema de la presente mesa titulada “Autonomía y desarrollo en las historias de los pueblos amazónicos”, para entrar más bien a analizar qué es lo que hay detrás del concepto y cuáles han sido las consecuencias de las políticas de desarrollo para los pueblos indígenas.

 Analizando la palabra
 La palabra en general está en un franco proceso de desvalorización. Muchos políticos no cumplen lo que ofrecen o señalan que lo que hacen es justamente lo que habían prometido por más que la realidad demuestre todo lo contrario a quienes aún les quedan ojos para ver y decencia para evaluar. Otros declaran, sin el más mínimo temblor de voz, que una cosa son las ofertas de pretendiente y otra las realidades de ejecutante.
 El carácter puramente convencional que se le atribuye a las palabras parece haberse ahora trasladado al terreno de las ideas, y así como se considera que el término para llamar, por ejemplo, a una mesa pudo haber sido otro, así se piensa -o al menos, se actúa como si así se pensase- que las ideas expresadas a través de una palabra pueden ser contrarias a los contenidos que en un momento constituían su significado. De este modo, palabras como igualdad o democracia pueden, en la práctica, significar algo muy diferente a lo que indica su semántica.

 Entre las palabras que más me impresionan por la distancia que su uso arbitrario ha ido estableciendo respecto a su significado están patriotismo y su correspondiente local regionalismo. Con frecuencia vemos cómo los que más cantan el himno nacional e inflaman sus bocas con discursos de amor a la tierra natal, mano al pecho incluida, son los que más saquean las arcas nacionales y regionales, dejando al país sin recursos para invertir en obras de infraestructura, y en servicios de salud, educación y promoción económica destinados a lo que constituye el bien más valioso de un país: su gente. El maltrato, la burla, el escarnio hecho contra esa misma gente por quienes ocupan puestos de poder nos pone nuevamente frente a la distancia que separa la palabra patriotismo de la realidad. La referencia a los ciudadanos de segunda, tercera y demás categorías inferiores no es solamente producto del dislate de un ex presidente, sino expresión de una práctica común en la que el peso específico de la palabra “derecho” es diferente para los que son cercanos al poder que para los que están alejados de él.  

 Otra de esas palabras que cada vez marca mayor distancia respecto a la realidad es sin duda “desarrollo”. ¿Qué significa esta palabra? El DRAE consigna siete acepciones. La última de ellas está relacionada con el contenido que le atribuye la política: “Progresar, crecer económica, social, cultural o políticamente las comunidades humanas”. Esta acepción junto con otras dos está precedida de la abreviatura fig., que indica que se trata de un significado figurado, lo que resulta interesante y tal vez explicativo de la escasa correspondencia del término con la realidad.

Sin embargo, ninguna de las acepciones de la palabra contempla las posibilidades, lamentablemente reales, que se hacen cada vez más explícitas en las prácticas relacionadas con el desarrollo. Mencionaré algunas. Comienzo por decir que el desarrollo no beneficia a todos por igual. Claro que esto tiene muchas variantes dependiendo del país en que se sitúe el análisis. En los Estados Unidos, por ejemplo, según un informe anual realizado para Merrill Lynch (Brooks, 2011) en 2011, 3.1 millones de personas, que representan el 1% del total de su población, concentran el 25% del ingreso nacional del país. Esto quiere decir que 300 millones de estadounidenses se reparten el 75% restante de dicho ingreso. Y aunque es verdad que la plusvalía acumulada por ese país permite que gran parte de este porcentaje de población viva en condiciones de bonanza más que suficientes, la escala descendente deja muy mal parados a muchos millones que no reciben nada de la torta o apenas recogen las migajas que caen de la mesa. En otras palabras, el “chorreo” es cada vez más débil para los que están más alejados de la fuente.
 No dispongo de datos estadísticos sobre el Perú, pero teniendo en cuenta que su capacidad de acumular plusvalía es notablemente menor que la de los Estados Unidos, a causa de su economía basada en el modelo primario exportador, el “chorreo”, que con frecuencia se convierte en “choreo”, alcanza a un porcentaje muy reducido de la población. Y lo que es peor, se destruyen economías locales que si bien no otorgaban estatus de ricos a sus actores, les permitían gozar del beneficio de bienes y servicios, y de lo que es tan importante como esto, de capacidad de controlar sus conflictos para tener como resultado una cierta armonía de vida. Este conjunto de características seguramente no encaje dentro de lo que hoy se entiende como desarrollo o incluso, luego de la aplicación de los indicadores de pobreza acuñados por el Estado y organismos internacionales, lleve a la calificar de muy pobres a estos sectores sociales.  

 No solo entonces se está frente al hecho de que el desarrollo, tal como está concebido, no beneficia a todos, sino que se constata que en el Perú y muchos países similares, los que manejan menor porcentaje de poder son los que pagan el precio del desarrollo de aquellos que de antemano tienen una mayor cuota de este. Así, frente al embate de industrias mineras, de hidrocarburos y forestales son ellos los que deben ceder sus derechos para permitir el robustecimiento de empresas ricas y casi siempre extranjeras. Entre ellos encontramos actores también diferentes, desde medianos agricultores de Piura, exitosos exportadores de mangos, pasando por productores de pan llevar de Cajamarca y otras regiones que alimentan a las ciudades, hasta población indígena que maneja una concepción más integral de una economía inmersa en relaciones de reciprocidad, aunque también genera excedentes que destina al mercado y usa sus recursos para adquirir los bienes de mercado que necesita. A cambio, estos actores ni se benefician de las rentas generadas por las industrias extractivas, ni reciben indemnización alguna y ni siquiera un pedido formal de disculpa por los perjuicios que se les causan. Más bien son amonestados desde el púlpito severo de la ley por resistir el desarrollo, con el argumento de que sectores insignificantes no pueden oponerse al bienestar de 30 millones de peruanos. Se les califica de retardatarios opuestos al progreso y de terroristas encubiertos que buscan destruir las bases de la sociedad. La retribución, si así se le puede llamar, que ellos reciben son tierras y territorios expropiados en la práctica, por más que en la formalidad de la ley les sigan perteneciendo; ríos y demás cuerpos de agua contaminados; una salud destruida por acumulación de metales pesados, humos de fundación y escasez de alimentos; y un tejido social destruido.

 Cuando desde el poder se lanzan eslogan impresionantes pero poco consistentes como aquel que dice que pequeños sectores sociales no pueden poner en riesgo a 30 millones de peruanos, se está tratando de confrontar la situación real de un sector que es o va a ser afectado por un proyecto extractivo, con el beneficio figurado del conjunto de la población del país, cuya voz es tomada por los políticos sin haberles preguntado cuál es su opinión acerca del tema. De haberlo hecho, un gran porcentaje de ella habría señalado, de una u otra manera, la falacia del argumento. Por ejemplo, los maestros y los policías, ambos con sueldos de hambre. Los estudiantes de universidades públicas, por su parte, se quejarían del recorte de las asignaciones del Tesoro, indicando que esto es la causa de la caída de la calidad de la educación. Lo mismo harían los escolares, en especial los de escuelas rurales, al darse cuenta que la formación que han recibido no les permite acceder a la educación superior. También desmentirían ese tipo de propaganda los usuarios de los servicios de salud pública y los médicos que trabajan en ese sector. En fin, esos 30 millones que supuestamente aplauden las inversiones promovidas por el Estado quedarían reducidos a una cifra que no quiero imaginar para no caer en la misma falacia que ahora cuestiono. Y entonces, los grupos de gente que protestan por afectación directa -indígenas, campesinos y también población urbana cuyas fuentes de agua serán afectadas por actividades petroleras, como es el caso de Iquitos ya que se pretende explotar petróleo en la cuenca del Nanay- serían sustancialmente reforzados por millones de personas afectadas indirectamente por las políticas extractivas del Estado o, en todo caso, no beneficiadas por ellas.

 Final
 Cuando se califica a la gente que se opone a las políticas extractivas del Estado como refractaria al desarrollo, el punto central es analizar qué se entiende por desarrollo y quiénes son los beneficiarios de esta manera de concebirlo que produce mucho dinero para unos y deja en condición de miseria a quienes habitan en las zonas donde se genera la riqueza. A estos solo les tocan las famosas externalidades. Y aunque ya he dado suficientes pistas al respecto, quiero aún insistir en este asunto.

 De acuerdo al “índice de desarrollo humano” (PNUD, 2006), los distritos de Trompeteros, Pastaza, Urarinas y Andoas, ubicados todos en Loreto y en la zona más antigua de explotación petrolera en la región amazónica (42 años), figuran en el último quintil de pobreza. Andoas, que es uno de los que produce más petróleo en Loreto, se sitúa en el lugar 1801 de pobreza, a solo 31 puestos antes del último de todo el país. Una situación similar enfrentan otras regiones. Según el INEI: “los distritos más pobres de la región Puno son aquellos donde se explota algún mineral. Son los casos de Pichacani-Laraqueri donde de acuerdo a su medición el 82,7% de sus pobladores son pobres y 37,8% están en pobreza extrema; o de San Antonio de Esquilache, distrito en el cual la pobreza es de 87,2% y la pobreza extrema 49,9%” (INEI 2009b).

 Opino, sin embargo, que estos índices no toman en cuenta algunos indicadores que, de ser considerados, darían una visión más cabal de la pobreza, no solo de la población local, sino de la que se va generando en el patrimonio nacional y las consecuencias que esto tendrá para el país una vez que haya pasado la euforia del crecimiento del 6% anual, basado sobre todo en la venta de recursos naturales no renovables. Recién entonces tal vez nos demos cuenta que la mala inversión del dinero conseguido no ha ayudado a construir ciudadanía y que hemos sido colaboradores en la generación de la crisis global de un sistema fundado en el supuesto absurdo de una naturaleza inagotable. En suma, si los índices de medición de la pobreza tuvieran en cuenta la contaminación, y los de desarrollo la sanidad y buen estado del medio ambiente, se tendría una visión integral acerca de la verdadera pobreza de la gente y de la responsabilidad de las industrias extractivas contaminantes en su generación, al destruir los medios de vida de las personas y afectar su salud.

 He revisado mi memoria para tratar de encontrar en ella siquiera un proyecto de los calificados de desarrollo que haya beneficiado a la población indígena, y lamentablemente no he encontrado ninguno. Por el contrario, constato el deterioro de estilos de vida que si bien no expresaban riqueza sí calificaban de estrategias de satisfacción plena de las aspiraciones sociales. Y constato también la destrucción del medio ambiente y la generación de actividades ilegales generadoras de violencia. Es bien conocido lo del oro en Madre de Dios, cuya responsabilidad principal le corresponde a un Estado que por más de 50 años ha dejado que las cosas sucedan a su ritmo y de acuerdo a los intereses y voluntad de cada quien. Menos conocido son tal vez los efectos de la Carretera Marginal en la zona del Pichis-Palcazu que ha significado la inútil destrucción del bosque y la masiva expansión de los cultivos de coca y del narcotráfico.   

 ¿Hay algo que pueda hacerse para superar esta situación? Claro que lo hay, y mucho. Lo primero es fundar las políticas de inclusión en el reconocimiento de derechos y no, como hasta ahora se hace, en gestos de caridad. Dentro de los derechos, hay uno fundamental que es la consulta previa para lograr el consentimiento por parte de la población indígena que será afectada por iniciativas y políticas estatales. Se trata de un derecho cuyo pleno ejercicio permitirá la construcción de una verdadera democracia, en la cual las políticas respondan al bien común. Por el momento, sin embargo, el Estado lo considera solo un trámite que debe ser realizado con el mismo desagrado con que un paciente bebe un medicamento amargo.

No obstante, hay algunas experiencias que merecen ser conocidas y atendidas, ejecutadas, a veces, por las propias organizaciones indígenas, y, otras, por ONG que no hacen mucha bulla. Es el caso de iniciativas que han partido de lo que la gente sabe y practica para, a partir de ahí, recuperar sistemas de control social sobre el uso de recursos comunes, introducir cultivos y crianzas de especies que antes se daban de manera natural, y desarrollar tecnologías al alcance de las finanzas de la gente para darle valor agregado a productos del monte y a creaciones artesanales. En la base de todo esto está una estrategia central en la cual el desarrollo que hoy se impulsa no cree y desprecia: la seguridad alimentaria.

Escuchar y recoger la experiencia y conocimientos de la población, e insertarse en su propia dinámica para desde ahí construir con ella una estrategia orientada hacia mejores condiciones de vida, y lo que es tan importante como esto, aprender de los errores del pasado, son, creo yo, condiciones de base indispensables para superar las visiones autoritarias actuales que no solo no superan la pobreza sino que la generan.

Referencias desarrollo

Brooks, David

Esteva, Gustavo
1996 “Desarrollo”, en Sachs, Walter (ed), Diccionario del desarrollo. Pratec. Lima, pp.: 52-78.

INEI
2009b «Conozca a los más y menos pobres del Perú». Nuevo mapa de pobreza 2009. Instituto Nacional de Estadística e informática.

PNUD
2006 Informe sobre desarrollo humano / Perú 2006. Lima: PNUD.

Viteri, Carlos
 “Visión indígena del desarrollo en la Amazonía”, Polis [En línea], 3 | 2002, Puesto en línea el 19 noviembre 2012. URL :http://polis.revues.org/7678 ; DOI : 10.4000/polis.7678

Nota

[1] Este texto fue presentado en el conversatorio Realidad, desarrollo y autonomía de los pueblos amazónicos: abrazando peruanidad, organizado por el Congreso de la República, y realizado los días 13 y 14 de mayo, en el hemiciclo Raúl Porras Barrenechea del Palacio legislativo.

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