martes, 22 de junio de 2010

Cuatro historias, un mismo pueblo indígena

José Álvarez Alonso

A raíz de los enfrentamientos de Bagua –hace exactamente un año- los pueblos indígenas del Perú, y especialmente el noble pueblo Jíbaro, han sido calificados de forma ignominiosa de salvajes y criminales, pero son pueblos nobles, hospitalarios, solidarios y profundamente humanos. Aquí cuatro testimonios.

Uno. Pueblo Jíbaro-Achuar, río Corrientes. Hacia 1993.

Doña Teresa se había acercado a la casa donde yo estaba alojado para ofrecerme algunas artesanías. Me encontraba realizando un curso de Promotores de Salud para líderes indígenas en la comunidad Jíbaro-Achuar de Belén de Paándam-dsá (Plantanoyacu), en el alto río Corrientes. Esta comunidad es una de las más limpias que he visto en mi vida, en Europa o América. Las calles eran barridas diariamente, y todas las casas tenían letrinas, y por cierto que las usaban.

Y una de las comunidades más hospitalarias, como pude apreciar con el afecto y las atenciones con que la comunidad recibió al equipo responsable de dar el curso de promotores. Nada más llegar, una abuelita que parecía casi incapaz de caminar, llegó cargando un enorme racimo de plátano y, dejándolo en el emponado, me dijo: “Yatsuru (hermano), sírvete. Si necesitas, dime no más”. El Apu también nos dijo: “Nuestras casas son sus casas, nuestras chacras son sus chacras, tomen lo que necesiten.

Doña Teresa iba acompañada con su hijita Joanna, de unos 6 ó 7 años. Después de preguntarle su nombre, le regalé un chocolate Sublime. Caminamos luego hacia la casa de Doña Teresa, que quedaba en el otro extremo del pueblo, para ver sus trabajos.

Mientras Doña Teresa me mostraba las hermosas tinajas de diseño típicamente Achuar que elaboraba, presencié una escena que no olvidaré en mi vida: Joanna estaba partiendo cuidadosamente en pedacitos el chocolate que le había regalado, que hasta ese momento había conservado celosamente en su mano. Luego, mientras yo observaba disimuladamente la escena al tiempo que conversaba con su mamá, la niña repartió el pequeño tesoro: un pedacito a cada hermanito (tres), otro para su mamá, y el más pequeño… para ella.

He observado muchas veces a niños en Perú, así como en Estados Unidos y en Europa, recibiendo regalos de dulces. Invariablemente, y como es normal en un niño, se los comen lo más deprisa que pueden. Es bastante común, incluso, que peleen entre hermanos o primos por dulces o juguetes. Así son los niños, y ciertamente la educación y los consejos de sus padres son los que van moldeando poco a poco un carácter que -dicen los expertos- es instintiva y originalmente egoísta, para convertirlo en un ser sociable y solidario.

Pero sólo en Belén de Paándam-dsá, observé este comportamiento tan admirable y solidario a una niña indígena del pueblo Jíbaro-Achuar. Ahí aprendí una vez más que la generosidad y la solidaridad son valores muy apreciados por los pueblos indígenas. Para un indígena amazónico, comer solo es algo inconcebible, un manjar obsequiado sólo tiene sentido si se comparte con otros. ¡Cuán diferente del individualismo (disfrazado de “competitividad”) que se inculca a los niños en la sociedad occidental!

Dos. Pueblo Candoshi, río Huitoyacu. Hacia 2008.

El Padre José y el Padre Gonzalo estaban visitando las comunidades indígenas del río Pastaza. Para el Padre José era uno de los primeros viajes al campo, pero el Padre Gonzalo ya llevaba casi una década trabajando con los pueblos Achuar, Candoshi, Shapra y Wampís de los ríos Pastaza y Morona, y conocía bastante bien sus costumbres.

Luego de viajar durante todo un día, llegaron ya en la nochecita a la comunidad de Mamús, en el alto río Huitoyacu. Inmediatamente desembarcaron y se dirigieron con sus mochilas a la casa del Animador de la Comunidad Cristiana. Éste se disponía a comer en la cocina con su esposa y sus tres hijos, pero les atendió inmediatamente, y pidió a su señora que les sirviese comida.

La señora trajo entonces de la cocina yuca, plátano y un poco de pescado cocinado, y unos pates con masato. El Padre José, luego de todo un día en bote sin meterse nada a la boca, se puso a comer con gran apetito pensando dar buena cuenta de los víveres, pero el Padre Gonzalo le dijo:

- Padre, no vamos a comer nada más que un poquito de esta comida, vamos a dejar el resto…

- ¿Pero por qué?, preguntó el Padre José, que se moría de hambre.

- Espera y verás, le dijo el sabio Padre Gonzalo.

Comieron un poco mientras conversaban con el animador y planificaban el trabajo pastoral del día siguiente, y dejaron en la bandeja la mayor parte de la comida, explicando que no tenían mucha hambre. Entonces el animador recogió la bandeja con lo que había quedado del pescado, la yuca y el plátano, y lo llevó a la cocina, donde sus hijos y su mujer esperaban al calor de la tuchpa. Éstos se pusieron entonces a comer con gran apetito, pero el animador volvió donde los padres a seguir conversando.

Luego de un rato, los anfitriones templaron sus mosquiteros y se fueron a dormir en el cuarto. Los padres hicieron lo propio en la “sala” de la casa, el emponado que da al patio. Ya dentro del mosquitero, el Padre Gonzalo le dijo en voz baja al Padre José:

- Mira, padre José. La comida que nos ofreció el animador y que dejamos en el plato era la que había preparado su esposa para ellos y sus hijos; no sabían de nuestra venida. Si nosotros hubiésemos comido todo lo que nos brindaron, él mismo, sus hijitos y su mujer se habrían tenido que ir a la cama sin comer. Por su gran generosidad, tan típica de los indígenas, nos brindó a nosotros la única comida que tenían, a sabiendas de que para ellos no habría nada. Sabes que aquí no se consigue comida en la noche, no puedes ir a la tienda a buscar algo que comer como en la ciudad.

- ¿Y él, por qué no comió nada? Preguntó, inocente, el Padre José.

- Pues porque al comer nosotros una parte no había comida suficiente para sus hijos. Él ha ido hoy a dormir sin comer.

Tres. Pueblo Awajún-Wampís, río Marañón. Hacia 1985.

El Hermano Pepe Baílez estaba dando un curso de mantenimiento de motores peque peque en San Lorenzo, Datem del Marañón, para alumnos de comunidades Awajún y Wampís del alto Marañón. Les enseñaba mantenimiento adaptativo, con los medios a su disposición: para calibrar los platinos, un pedacito de lata de leche; para asentar válvulas, un poco de arena cribada tres veces con un pedazo de camisa y mezclada con aceite; para puesta a punto de los platinos, una linterna con un cable, y cosas así.

Un día se perdió una herramienta en el taller donde se realizaban las clases prácticas, y el hermano, bastante molesto, reunió a los alumnos indígenas, les riñó y exigió que apareciese de inmediato. Los indígenas Awajún le dijeron entonces:

Hermano, Awajún no roba ni miente. Pregunta al mestizo.

Efectivamente, había un mestizo entre los alumnos. El P. Pancho, párroco de San Lorenzo, y auspiciador del curso, corroboró la versión de los indígenas de que el robo y la mentira eran prácticas ajenas a sus culturas.

Confrontaron al mestizo y, efectivamente, se descubrió que él era el ladrón. Los Awajún estaban tan furiosos con el mestizo que querían isanguearle (azotarle con ishanga) como acostumbran a hacer en sus comunidades con los delincuentes, y botarlo del curso. El P. Pancho tuvo que calmarlos para desistiesen, previa promesa de que no volvería a tocar nada.

No se volvió a perder ni una bujía durante el curso, por cierto.

Cuatro.  Pueblo Kukama-Kukamiria, río Marañón. Hacia 1975.

El P. Gonzalo González estaba viajando por el río Marañón, visitando las comunidades de la parroquia Santa Rita de Castilla. Le habían dado pasaje en un bote regatón, y ya de noche, le pidió que le desembarcase en la siguiente comunidad. A esa hora todos los habitantes estaban ya en sus mosquiteros. El P. Gonzalo, famoso por su poca disposición a molestar a nadie, decidió meterse en la primera casa que encontrase, y templó su mosquitero sin hacer ruido para no despertar a la gente.

Así lo hizo; para él, nadie se había enterado, porque nadie dijo ni pío desde el cuarto cerrado con pona de la casa, donde la familia descansaba, y donde brillaba, como de costumbre, un lamparín mortecino.

Recién al día siguiente el P. Gonzalo se dio cuenta que no había sido así. Cuando se despertó como a las seis de la mañana, ya los dueños de la casa estaban largo rato realizando sus tareas cotidianas. Al verle salir del mosquitero, le dijeron:

¿Era usted, Padre? No sabíamos quién había llegado a la casa en la noche…

El P. Gonzalo, al contar esta anécdota, siempre decía: “¿Se imaginan qué gente tan hospitalaria? Esa familia sintió que alguien entraba en su casa de noche y sin pedir permiso, se acomodaba a dormir, y no dijeron nada, esperaron al día siguiente para ver quién era. ¿Qué pasaría si uno entra en una casa a media noche, sin avisar, en Iquitos, Lima, o en cualquier pueblo de Europa o Norteamérica, ah? Algunos, segurito que le meten bala…”

Cinco.

Conozco decenas de historias similares; muchas también las he vivido yo mismo en mis viajes por las comunidades indígenas y ribereñas de toda la selva norte del Perú en los 27 años que vivo aquí. Entre los indígenas de la Amazonía norperuana he encontrado -y tenido el privilegio de tratar y tener como amigos- a algunas de las personas más admirables, pacíficas, generosas, hospitalarias, amables, inteligentes y sociables que he conocido en mi vida. Y también algunas de las personas más felices.

Pobres quizás en dinero, desconocedores quizás de la ciencia moderna y de algunas otras cosas del mundo occidental, pero sabios en la ciencia de la vida y en el conocimiento de su entorno, y ricos en humanidad, en los valores y principios más inherentes al ser humano, los que hacen al hombre… precisamente hombre. Valores y virtudes que más quisieran ostentar algunos de quienes los calificaron a raíz de los hechos de Bagua -de forma racista, generalizando el comportamiento de algunos pocos extremistas- como salvajes, brutos, ignorantes, insensibles y mezquinos.

* José Álvarez Alonso, es Master en Ciencias, Biólogo de profesión, e Investigador del Instituto de Investigaciones de la Amazonía Peruana (IIAP).