domingo, 30 de septiembre de 2012

Explotación del caucho y traslado de población indígena


Por Alberto Chirif*
La explotación de gomas silvestres en el Perú apareció como actividad económica importante cuando el Estado hacía esfuerzos para promover la inmigración europea hacia su región amazónica, objetivo en el que había fundado sus esperanzas para poner en valor sus recursos. No obstante, sus afanes no fueron compensados con la inmigración masiva de colonos, ni con el incremento substancial de la producción agropecuaria. El auge del caucho debe haber sido considerado, tanto por el gobierno, como por los extractores y comerciantes de entonces, como una aparición milagrosa por la posibilidad de generar ingresos mediante el sencillo expediente de recoger un producto del medio natural y venderlo en Europa y los Estados Unidos (Chirif, 2009).
Un fabricante y comerciante de sombreros de la provincia de Rioja (región de San Martín) llamado Julio César Arana, aprovechando del auge empezó a llevar sus productos por los ríos de la selva baja. De esta manera comenzó una carrera en el negocio de las gomas silvestres que tendría un ascenso vertiginoso. Se inició como acopiador del producto que luego vendía a las casas exportadoras ubicadas en Iquitos, pero antes de que terminara el siglo XIX dio dos saltos importantes.
El primero fue consecuencia de su asociación, en 1890, con el comerciante colombiano Juan V. Vega (Santos y Barclay, 202: 78) y, el segundo, la fundación, en 1896, de la firma “J.C. Arana y Hermanos” (Pennano, 1988: 162) que consolidó su posición como único habilitador en la zona del Putumayo. En 1901 fundó la firma “Arana, Larrañaga y Compañía”, en sociedad con el cauchero colombiano Benjamín Larrañaga y, a su muerte, compró sus acciones a su hijo Rafael Larrañaga, en 1905 (Santos y Barclay, 2002: 78-79; Pennano, 1988: 162-63).
Poco después Arana viajó a Londres para buscar capitales en Gran Bretaña. El 27 de septiembre de 1907 creó la empresa “Peruvian Amazon Rubber Company”, con un capital de un millón de libras esterlinas. Su intención por constituir a su empresa como británica, además de captar nuevos capitales, tenía como objetivo dejar a salvo sus intereses en caso que la contienda del territorio donde él operaba (entre el Putumayo y el Caquetá), por entonces en disputa con Colombia, se resolviera en favor de este país.
Como ha señalado mi colega Frederica Barclay, los colombianos hicieron lo mismo y con idéntica finalidad: asegurar sus inversiones en la zona en caso que el territorio quedase en manos peruanas. Por eso, al mismo tiempo que Arana registraba su empresa en Inglaterra, ellos constituyeron un sindicato con inversionistas norteamericanos, Hnos. Selleck, sobre la base de propiedades que el gobierno colombiano había otorgado a la empresa colombiana Cano, Coello & Cía. Finalmente, endeudados y atemorizados por Arana, Cano & Coello terminaron cediendo su concesión al cauchero peruano (Barclay, 2012).
Frederica Barclay también ha señalado que, en este juego de intereses económico, encubierto por discursos patrióticos y de defensa de las fronteras, “Arana no tuvo reparos en asociarse con otros inversionistas y políticos colombianos como el diplomático Enrique Cortés, que en 1907 era Ministro Plenipotenciario de Colombia en Washington, quien no solo era su agente comercial en Londres, sino que fue socio fundador de la Peruvian Amazon Co.”.
La obtención de mano de obra para trabajar en la empresa era un tema central. Para resolverlo Arana encargó a su socio Abel Alarco que viajara a la isla caribeña de Barbados para conseguir gente. Allí recluto cerca de 200 barbadenses para supervisar la recolección de gomas (Gray, 2005). Los extractores directos fueron indígenas de la región, en especial, boras, huitotos, ocainas, andoques y resígaros. El sistema de trabajo se basada en la habilitación, es decir, en la entrega de productos industriales a los indígenas que ellos debían pagar con gomas. Como la relación de intercambio era asimétrica, en tanto que los precios de los productos entregados a los indígenas estaban sobrevaluados mientras que el valor de aquéllos con los cuales estos los pagaban estaba subvaluados, las “deudas” se fueron haciendo impagables. Los indígenas que mostraban su disconformidad con el sistema comenzaron a ser castigados y los que osaron rebelarse fueron bárbaramente asesinados. Como los jefes de estaciones gomeras ganaban un porcentaje sobre el caucho recolectado, ellos impusieron condiciones cada vez más duras a los indígenas. La situación llegó a convertirse en un verdadero régimen de terror, con castigos físicos (uso del cepo, flagelaciones, mutilaciones) que causaron miles de muertes.
Los cálculos de Arana para convertir su empresa en británica le salieron mal. No solo no le sirvieron para salvar sus intereses en la región sino que, debido a que las denuncias comprometían, a la vez, a una empresa registrada en Londres y a súbditos  británicos, como eran los barbadenses, el Parlamento Británico ordenó una investigación.
La historia que sigue es el proceso de investigación ordenado por el Parlamento Británico y también por el gobierno peruano. Del primero dan cuenta los informes elaborados por Roger Casement (2012) y, sobre el segundo, los redactados por los jueces peruanos Valcárcel (2004) y Paredes (2010). Estos dos jueces son figuras que actuaron con valentía y dignidad en un proceso lleno de mentiras y amenazas de los caucheros. Sin embargo, nunca se llegó a sancionar a ninguno de los implicados en las atrocidades del Putumayo, quienes huyeron antes de ser capturados. Arana quedó como una persona “que no sabía” lo que pasaba en la región y es aún hoy considerado por muchos en el Perú como una especie de héroe civilizador y patriota defensor de la frontera.
La salvación para los indígenas de la región fue la pérdida de interés del mercado mundial por las gomas naturales. Este hecho no se debió, sin embargo, a las investigaciones que se iniciaron para determinar la responsabilidad de los gerentes y capataces de la empresa en las torturas y asesinatos de indígenas. La verdadera causa de la caída del precio de las gomas fue la entrada en producción de las plantaciones que Gran Bretaña había establecido en sus colonias del sudeste asiático, con semillas robadas en Santarem (Brasil) por un personaje especialmente encargado para este fin: Henry Wickham, quien por este hecho recibió luego el título de Sir por parte de la Corona Británica. El mayor volumen de producción ofertado por esas plantaciones y la mayor facilidad para cosechar las gomas fueron las causas de esta caída del precio del caucho amazónico. En efecto, en 1914 las plantaciones eran de alrededor de 1’200.000 hectáreas y producían más caucho que los bosques naturales. Ese año las gomas de plantación representaron el 60.4% del total mundial, porcentaje que llegó al 89.3% en 1920 y al 93.1% en 1922 (Pennano, 1988: 117-121).
A partir de entonces, los pueblos indígenas afectados por la explotación de las gomas silvestres serían protagonistas de nuevos procesos, en nuevos escenarios.

El traslado de población hacia Perú

La explotación del caucho ha dejado huellas profundas en las sociedades que fueron sometidas a trabajos forzados por los extractores. La drástica caída demográfica ha tenido efectos contundentes en su desestructuración social. Se calcula que al comienzo de la explotación del caucho existían en la región del Putumayo alrededor de 50 000 personas pertenecientes a los pueblos Huitoto, Bora, Ocaina, Resígaro y Andoque, entre los principales. Actualmente esa población no llega a 10 000 almas (Pineda Camacho 1987: 154 y 161).
Cuando la Peruvian Amazon Company aún no terminaban de asimilar el impacto de la caída de precios del producto en el que había basado su prosperidad, hecho que por supuesto afectó no sólo a Perú sino a la totalidad de países de la región amazónica(1), las pugnas que enfrentaban a Perú con Colombia por la posesión de los territorios comprendidos entre las márgenes izquierda del Putumayo y derecha del Caquetá, se resolvieron a favor de éste mediante el tratado de límites Salomón-Lozano, suscrito en 1922, durante el gobierno del presidente Augusto B. Leguía, y ratificado por el Congreso nacional recién en 1928. Este acuerdo fue duramente criticado por una serie de instituciones nacionales, como el Colegio de Abogados (1933), y de personalidades, como el juez Carlos A. Valcárcel (1931), quienes, entre otras consideraciones, cuestionaron que mediante el tratado se había entregado a Colombia más de lo que había reclamado en un primer momento, como fue el caso del llamado “trapecio amazónico”, donde se ubica Leticia, lo que le permitió a este país tener acceso directo al Amazonas.
El tratado no trajo la paz sino que atizó los conflictos políticos internos y, sobre todo, las confrontaciones armadas externas entre Perú y Colombia de una manera mucho más intensa que las que se había dado en épocas anteriores. El descontento nacional por la firma del acuerdo y, en general, por la conducción política del país, se expresó en la Revolución de Arequipa, del 22 de agosto de 1930, encabezada por el coronel Luis Sánchez Cerro, quien depuso al presidente Leguía. El Manifiesto Revolucionario avivó el sentimiento patrio y motivó la formación de la Junta Patriótica en Loreto. El 1º de setiembre de 1932 un grupo de civiles y miembros del Ejército residentes en Caballococha y la misma Leticia tomaron este poblado con el fin de reintegrarlo al dominio nacional, al igual que la totalidad del Trapecio Amazónico. Esto encendió la chispa de una serie de enfrentamientos armados. El último de ellos tuvo lugar en Puca Urco, aguas abajo de la desembocadura del río Algodón en el Putumayo, en mayo de 1933. Finalmente, el 24 de mayo de 1934 ambos países firmaron el Protocolo de Amistad y Cooperación, reconociendo los términos del tratado Salomón-Lozano (Faura, 1964: 437-455).
Este recuento histórico sobre los enfrentamientos entre ambos países en la zona del Putumayo es importante para comprender el contexto en que se produjo el traslado de la población indígena desde Colombia hasta el Perú. Como es usual en los relatos históricos, cada fuente se refiere a los acontecimientos desde su propia perspectiva nacional y, más concretamente, desde sus propios intereses. Entre las cuestiones objetivas que puedo rescatar de esas narraciones, me quiero referir ahora solo a dos de ellas: que el traslado se produjo en medio de serios enfrentamientos armados entre los dos países y que el interés principal fue por el control de la mano de obra indígena.
Según diversas fuentes, en 1924, es decir, dos años después de la firma del tratado de límites, algunos altos empleados de la Peruvian Amazon Company comenzaron a trasladar población indígena, principalmente boras, huitotos y ocainas, y también unos pocos resígaros y andokes sobrevivientes de la barbarie cauchera, hacia el Perú. Los autores principales de esta reubicación fueron los hermanos Carlos y Miguel Loayza, este último, ex jefe de una de las sección gomera de la Peruvian Amazon Company. Ellos necesitaban mano de obra para la producción agropecuaria y extracción de nuevos productos del bosque que habían ido cobrando importancia económica en el mercado internacional, como la explotación de maderas y resinas.
El traslado de la población indígena se realizó en dos momentos. El primero de ellos fue entre 1924 y 1930. Durante ese tiempo los Loayza establecieron fundos en la margen derecha del Putumayo en Puerto Arturo, Nueva Colonia Indiana, Remanso, Santa Elena, Puca Urco y Boca del Algodón, donde estuvo la sede principal de la empresa. Los enfrentamientos armados posteriores a la toma de Leticia en 1932, dieron origen al segundo momento, en el cual la población indígena fue llevada hacia el interior del Perú, específicamente, al río Ampiyacu. Las personas mayores que habitan en el río Ampiyacu recuerdan hoy este episodio tal como les fue contado por sus padres. El traslado durante este segundo tiempo se produjo primero por río, descendiendo el Putumayo hasta su confluencia con el Amazonas, en Brasil y, desde allí, remontándolo hasta la boca del Ampiyacu; y después, cuando el tráfico por el río fue bloqueado por embarcaciones colombianas, por las trochas que unen el Putumayo con el Napo y el Ampiyacu, senderos usados tradicionalmente por la población indígena para comunicarse y que, durante el conflicto, fueron las vías a través de las cuales el Perú abasteció, con armas y alimentos, a sus tropas en la frontera.
En un informe fechado en 1937, Carlos y Miguel Loayza dieron su versión de los hechos ante Víctor Arévalo, delegado del Perú ante la comisión mixta de límites con Colombia. Ciertamente el documento está plagado apreciaciones subjetivas, como las referencias a la “importancia para el país” del traslado, al que califican de “patriótico empeño”, que, según ellos, era comprendido por “la población indígena, que nacida y crecida bajo el dominio peruano quiso seguir formando parte de nuestra nacionalidad” (citado en Paredes Pando, 2001: 38-39). Ya en otros escritos me he referido a la manipulación del imaginario patriótico hecho por los caucheros para justificar su lucrativa actividad, pisoteando los más elementales derechos de los indígenas (Ver Chirif, 2004, 2009.) A pesar de esto el documento es valioso para comprender el proceso del traslado y la información que da concuerda bien con los relatos de los moradores actuales.
Los hermanos Loayza dan cuenta del traslado desde Colombia hacia la margen derecha del Putumayo y lo que este implicó en términos de preparación previa de chacras para poder llevar, “tribu por tribu y sección por sección, algunas casi desde el Caquetá”, a cerca de 7000 personas. Para esto se mandó primero a gente para preparar chacras de las que se pudieran alimentar a los que iban a llegar.
Según  información de los Loayza, mediante este sistema se trasladaron 6719 personas de diversos pueblos indígenas, principalmente del Huitoto, y los demás de los pueblos Bora, Ocaina, Muinane y Andoque. Si sumamos las personas trasladada con las fallecidas a causa de la explotación del caucho durante la época de auge extractivo, podemos prever que la zona de origen de esta población debe haber quedado despoblada. El informe de los hermanos Loayza se refiere a esto de la siguiente manera: “El entonces Coronel Acevedo, jefe de la Colonización Colombiana, en uno de sus viajes a su paso por ‘El Encanto’, declaró que nada podía hacer por estar todos los brazos en territorio peruano”. En el mismo sentido apunta una anotación de los autores de este informe, al indicar que: “Cuando las Comisiones demarcadoras de límites llegaron al Putumayo [no precisan fecha], la población casi en su totalidad estaba en territorio peruano, quedando unas pocas familias en ‘La Chorrera’ y ‘El Encanto’ (Paredes Pando, 2001: 39).
Sin embargo, Colombia no reaccionó frente a esto hasta mucho después y dejó que progresaran los fundos establecidos por los Loayza en la margen derecha del Putumayo. Es interesante la alusión que los autores hacen en su informe a la “efímera duración” de las explotaciones forestales. En efecto, para extraer la resina de los árboles de caucho los extractores tumbaban el árbol. A diferencia de lo que sucede con los de shiringa, que eran sangrados, la bonanza económica generada por el caucho estaba destinada a decaer si no se encontraban otros recursos. Por esta razón, los Loayza en sus nuevos emplazamientos comenzaron a experimentar con cultivos, señalando que en 1931 tenían 370 mil almácigos en las secciones de La Chorrera (Ibíd.: 39).
Los Loayza consideran la toma de Leticia de 1932 no como un acto patriótico sino como un evento que les causó desgracias. Se refieren al hecho como “la más ingrata e inesperada de las sorpresas y el más inmerecido y funesto trastorno de nuestros trabajos y proyectos”. Señalan que ese incidente solo sirvió para que Perú retome Leticia, pero “arruinó completamente las labores que con tanto empeño y sacrificio se habían desarrollado en siete años de ininterrumpido esfuerzo” (Ibíd.: 40).
A partir de entonces, los Loayza se vieron inmersos en un conflicto que les causó cuantiosas pérdidas. Refieren con detalles las que tuvieron en Puca Urco, abajo de la boca del Algodón, al ser invadido el fundo por tropas colombianas, el 7 de mayo de 1933. Señalan que perdieron 160 vacas, 238 cerdos, más de 900 aves, chacras de yuca, plátano y frutas. También refieren los estragos causados por esas tropas, tres días más tarde, al tomar la sede principal ubicada en el río Algodón: destrucción de talleres de carpintería, mecánica, fundición, aserradero, piladora de arroz, centrífugas de azúcar y otras instalaciones (Ibíd.: 40-41).
Sus quejas se dirigen igualmente a las autoridades de Iquitos (“…clamamos, rogamos por medicamentos, no se nos prestó la menos atención”) y, por último, anuncian también su decisión de abandonar todo lo que habían hecho en el Putumayo (“construcciones, plantaciones de café y árboles frutales, todo en producción”), para trasladarse “en gran parte a Puca Urquillo, en el río Ampiyacu (afluente izquierdo del Amazonas) zona de clima benigno y, sobre todo, libre de la perjudicial vecindad y mala voluntad de los colombianos” (Ibíd.: 42). Como ya antes mencioné, una parte de la población llegó al Ampiyacu por río y, otra, por las trochas que unen el Putumayo con el Napo y el Ampiyacu.
Para los Loayza el conflicto armado con Colombia que siguió a la toma de Leticia no solo fue un desastre porque los ubicó en medio del fuego de los dos países y destruyó sus inversiones, sino también porque les significó que perdieran mano de obra, principalmente por dos razones. La primera es que parte de los indígenas fueron llevados de regreso a Colombia por la Armada de ese país, donde fueron entregados a los misioneros capuchinos quienes los ubicaron en “El Orfanatorio” que más tarde se convirtió en el internado de La Chorrera (Echeverri et al, 1990: 20). La segunda, es que muchos de ellos murieron víctimas de una epidemia de sarampión llevada a la zona por cargueros del Ejército durante el conflicto. El informe de los Loayza calcula que esa enfermedad, que se desarrolló “con espantosa virulencia victimó el 50% del personal que nos quedaba” (Ibíd.: 41).
No todos los indígenas, sin embargo, fueron a internados y orfelinatos religiosos. El conflicto generado por la toma de Leticia abrió la posibilidad a patrones caucheros colombianos “de reclutar como trabajadores” a indígenas que habían huido del acoso de la empresa Peruvian Amazon Company. Uno de estos patrones, Oliverio Cabrera, cuyos campamentos estaban en el río Mirití, “participó activamente en la organización logística de la guerra contra Perú. Al fin y al cabo, era uno de los más interesados en defender la soberanía comercial de Colombia” (Echeverri et al, 1990: 20).
La capacidad de resistencia de las sociedades indígenas afectadas por la barbarie de los caucheros es asombrosa. Tanto en Colombia como en el Perú han recompuesto sus sociedades, constituyendo organizaciones para luchar en la defensa de sus derechos al territorio, a la identidad y a la libre determinación.
Referencias:
Barclay, Frederica
2012      “Los indígenas del Putumayo, tras 100 años no han sido reparados de palabra ni de obra”. En la presentación de El Libro Azul. Servindi www.servindi.org
Casement, Roger
2012      Libro Azul. Informes de Roger Casement y otras cartas sobre las atrocidades en el Putumayo. CAAAP, IWGIA. Lima.
Chirif, Alberto
2004      “Introducción”, en Valcárcel, Carlos A. 2004. El Proceso del Putumayo. Monumenta Amazónica. CETA. Segunda edición. Iquitos, pp. 15-77.
2009      “Imaginario sobre el indígena en la época del caucho”. En Chirif, Alberto y Manuel Cornejo (eds.), pp. 9-35.
Chirif, Alberto y Manuel Cornejo Chaparro (eds.)
2009      Imaginario e imágenes de la época del caucho. Los sucesos del Putumayo. CAAAP-IWGIA-UCP. Lima.
Colegio de Abogados de Lima
1933      Exposición del Colegio de Abogados de Lima sobre los motivos jurídicos de la revisión del Tratado de Límites celebrado por el Perú y Colombia, el 24 de marzo de 1922. Imprenta Hispanidad América. Lima.
Echeverri, Juan Álvaro, Marta Lucía Torres y Nicolás Bermúdez
1990      “Estudio básico para el diagnóstico socioeconómico del resguardo indígena Predio Putumayo (Amazonia colombiana)”. Fundación Puerto Rastrojo. Bogotá. Mimeo.
Gray. Andrew
2005      “Las atrocidades del Putumayo reexaminadas”. Introducción en Rey de Castro, Carlos et al, pp. 15-72.
Paredes, Oscar
2001      Los Bora. Pueblo del Bosque tropical. Universidad Nacional Amazónica de Madre de Dios. Puerto Maldonado.
Paredes, Rómulo
2009      “Los informes del Juez Paredes”. En Chirif, Alberto y Manuel Cornejo (eds.), pp. 75-149.
Rey de Carlos
2005      La defensa de los caucheros. Monumenta Amazonica. CETA-IWGIA. Lima.
Pennano, Guido
1988      La economía del caucho. CETA. Iquitos.
Santos, Fernando y Frederica Barclay
2002      La Frontera Domesticada. Fondo Editorial, Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima.
Valcárcel, Carlos A.
1915      El Proceso del Putumayo y sus Secretos Inauditos. Lima. Comercial de Horacio La Rosa y Co. [La segunda edición de esta obra ha sido realizada por Monumenta Amazonica, CETA-IWGIA, en 2004].
1931      Crítica del Tratado Salomón-Lozano. Imprenta Lux. Lima.
Notas:
(1) Brasil fue el país más afectado, en tanto que exportaba el mayor porcentaje del caucho que consumía el mercado mundial. El Perú, el segundo en importancia, apenas exportaba el 6.2%, entre 1902 y 1911 (Santos y Barclay, 2002: 135)

* El presente texto corresponde a su ponencia durante el conversatorio sobre el Libro Azul realizado el domingo 22 de agosto en La Feria Internacional del Libro de Lima organizado por IWGIA, Servindi y Colibrí Libros.
Alberto Chirif es antropólogo peruano por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Trabaja desde hace 40 años en temas relacionados a la amazonía, especialmente en el reconocimiento de derechos colectivos de los pueblos indígenas. Actualmente se desempeña como consultor independiente. Es autor de libros colectivos, tales como: Marcando Territorio, El Indígena y su Territorio (con Pedro García Hierro y Richard Ch. Smith) y de diversos artículos.
Fuente y @ Fotografía SERVINDI

viernes, 28 de septiembre de 2012

Entre la sirena y el bufeo: El mito o la leyenda


Por Raúl Herrera Soria

La cosmovisión del poblador amazónico, en el que se incluye al habitante urbano -que de una u otra manera se vincula a las vivencias y los pareceres de la vida que tienen los comuneros ribereños- fija a dos personajes que forman parte de la mitología o de las leyendas que se originan en las aguas en esta parte del planeta, situación que claro está no se diferencia en mucho a la de otras culturas de cualquier lugar del planeta.

Revisando apuntes para intercambiar conceptos sobre este tema con Juvenal García Armas, estudioso catedrático de la Universidad Agraria La Molina, Lima, con la finalidad de poder hacer una mejor y más nutrida explicación de las vivencias de los pueblos ribereños de la Amazonía, que próximamente tendremos que exponer en foros diferentes en República de Corea, encontré que en la vida de los pobladores ribereños de la Amazonía peruana existen dos personajes, uno que expresa al macho que es el yacuruna y otro que a la hembra que es la típica sirena.

Sus fantásticas presentaciones y sus “proezas” en su interrelación con los humanos, nos demuestran que siempre han sido parte importante de nuestras creencias o simplemente de nuestras vivencias urbanas o rurales. La fantástica figura de la bella mujer, que nunca ha mostrado su rostro y es sorprendida bañándose en una quebrada, una cocha, una fuente de agua o en un paraje solitario de un río amazónico, configura la presencia excitante de la sirena, de acuerdo a la forma en que lo describen sus relatores. De rubia cabellera, con exuberantes pechos desnudos, con piel blanca que no es común entre las mujeres de esta zona, con cuerpo pura y bellamente humano hasta poco más abajo del ombligo, y una larga extensión recubierta de escamas a partir de allí hasta terminar con una gran cola de pez, son las principales características de la sirena.

En la cosmovisión de los amazónicos siempre está presente la sirena, que siendo el personaje femenino abre el espacio necesario para la aparición masculina que en este caso se dice del yacumama, que de acuerdo a sus descriptores tiene muchas formas. Unos hablan de que se manifiesta en la forma del delfín rosado 0 bufeo colorado como lo llaman los propios del lugar. De este hablan que encantado se transforma en forma humana y sale en busca de las bellas mujeres que habitan cerca de lagos y ríos para cortejearlas y hasta llegar a sostener relaciones sexuales. Se hablan de casos en que las ribereñas han parido seres que fueron producto de estas relaciones fantásticas.

Para ampliar la leyenda y ampliar la fantasía de la imagen del yacumama, otros desplazan al bufeo colorado o al delfín rosado para ubicar la figura de una gigante serpiente acuática que se acompaña de un séquito de grandes peces que forman su guardia de seguridad conformada por anguillas y sus ataques eléctricos, grandes bagres, tortugas y todos en conjunto llegan a sumar una potencia sobrenatural capaz de vencer cualquier oposición humana, para atacar o defenderse.

El agua es sin lugar a dudas un elemento plenamente vinculante a la vida ribereña de los amazónicos. Ella está estrechamente vinculada a su visión del mundo, ahí están dos personajes que están en el limbo de las interpretaciones y la ubicación definitoria: son leyenda o un mito, aunque para muchos, casi todos ellos mayores de edad, fue o son una realidad que late en la gran selva.

@ Fotografías Amazónico del Perú

lunes, 3 de septiembre de 2012

¡Hasta siempre, María Heise!


Por: Wilfredo Ardito Vega



Acabo de regresar del cementerio, María, y pienso que, si comienzo a relatar tu vida, lo más probable es que mucha gente crea que es imposible que alguien como tú existió realmente.
Recuerdo por ejemplo que en 1987, semanas antes que yo te conociera, sobreviviste a un ataque senderista en Otica, la comunidad asháninka en el río Tambo donde vivías dedicada a promover la educación bilingüe.   Ya antes habías sobrevivido a la mordedura de un murciélago, que te dejó desangrada y además contrajiste el paludismo.
Quizás ya estabas habituada a enfrentar peligros para cumplir tu misión de ayudar a la educación de los más olvidados: en los años setenta, durante la Reforma Agraria, unos hacendados  ayacuchanos difundieron que tú eras un pishtaco para poner a los campesinos en tu contra.
Supongo que te hizo más curtida tu adolescencia en Italia, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando arriesgabas la vida en medio de los bombardeos para buscar comida para tu familia.  Y, supongo también que te hizo más sensible a la problemática intercultural tu experiencia personal: vivías con tu esposo alemán en el Munich de la postguerra, donde había muchos prejuicios hacia los italianos.
Años después, decidiste estudiar antropología en Berlín y desde que llegaste por primera vez te quedaste perdidamente enamorada del Perú. En los años ochenta, elaborabas valiosos materiales para los niños de habla quechua y aymara de Puno. Recorrías las penosas trochas del altiplano en tu Volskwagen, manejando sola, porque ningún funcionario te quería acompañar, y así visitabas las escuelas rurales para ver cómo se aplicaban tus textos y cartillas.
A los sesenta años, estabas trabajando entre los asháninkas y solamente dejaste el querido río Tambo, cuando los senderistas comenzaron a atacar las comunidades, matando a muchos líderes y secuestrando a la población.  En aquel momento, hubieras podido jubilarte y regresar a Europa, pero habías decidido quedarte en el Perú y comenzaste a viajar a muchos otros lugares.
Entonces fue que te conocí y nos hicimos amigos.  Aunque yo ni siquiera había terminado la Universidad, nunca mostraste mayor arrogancia por todas las carreras que habías estudiado, como tampoco te sentían arrogante los profesores asháninkas o shipibos.
Ya no recuerdo cuántos cursos hicimos en San Lorenzo, Yurimaguas o Puerto Maldonado.  Hablabas tú sobre educación bilingüe intercultural y yo sobre derechos humanos. Te confieso que en aquellos años, tú me inspirabas una gran resistencia frente a las privaciones materiales.  “Si María tiene cuarenta años más que yo y aguanta esto, yo también puedo hacerlo”, me decía. Al mismo tiempo, eras un ejemplo de profesional que ponía su conocimiento al servicio de los demás.
En nuestras largas conversaciones durante los viajes, reflexionábamos sobre la interculturalidad, aquella causa sobre la que escribimos un pequeño libro con Fidel Tubino.  Para ti, una de las razones por las cuáles no se avanzaba en una política intercultural era el racismo, que llevaba a que fueran minimizadas las demandas de la población indígena.
Al mismo tiempo, lejos de idealizar a las culturas amazónicas, también reconocías sus problemas internos.  Tú eras de las pocas que tenían el valor de hablar sobre la difícil situación de muchas mujeres indígenas, oprimidas dentro de sus comunidades.
Cuando la edad finalmente llevó a que dejaras de trabajar, tu casa de Monterrico se convirtió un lugar donde decenas de personas encontraban una fascinante acogida.  Recuerdo cómo tenías embelesadas a personas de todas las edades y orígenes, quienes podían quedarse por horas conversando sobre Obama, la educación bilingüe o, simplemente,  sobre tu intensa vida.    Eras además la anfitriona perfecta: en tu casa fue que conocí el amaretto y las especialidades que te gustaba preparar el vitello tonnato y el tiramisú.
En los últimos años, mientras tu salud decaía, había algunas buenas noticias en los temas que más te preocupaban: la última vez que te vi, ya en la clínica, te comenté que el Viceministerio de Interculturalidad estaba por fin tomando con seriedad la formación de intérpretes.  Te conté también sobre los avances en educación bilingüe intercultural.  De hecho, días después, se instaló la Comisión Nacional de Educación Intercultural Bilingüe, formada por líderes andinos, amazónicos y afroperuanos, para elaborar un plan de educación que se ubique en nuestra realidad.
Ojalá que en los próximos años, suceda lo que tú anhelabas y el Estado que respete la identidad de los pueblos indígenas y su territorio.  Ojalá los niños de Lima aprendan quechua, así como tú lo aprendiste en  Alemania.  ¡Hasta siempre, María!   ¡Ojalá que podamos seguir tu ejemplo!