domingo, 24 de octubre de 2010

La felicidad como indicador de calidad de vida

Alberto Chirif

Sin duda, cuando las futuras generaciones estudien cómo contabilizamos como desarrollo y felicidad nacional un crecimiento económico que consistía en recalentar la atmósfera, derretir los glaciares, crear escasez de agua, alimentos
y subir peligrosamente el nivel de los mares, clasificará el PBI como el más conspicuo indicador de nuestra barbarie.

Oswaldo de Rivero, 
 “Más de dos siglos buscando la felicidad”. En Le Monde Diplomatique, agosto del 2010

La lectura de un artículo de Oswaldo de Rivero (1) ex embajador del Perú en la ONU, del cual he extraído el epígrafe que encabeza estas reflexiones, me ha quitado el temor de escribir sobre un tema que me venía dando vueltas en la cabeza pero que no sabía cómo llamar ni, menos, encarar: ¿Alegría, felicidad? En suma, quiero referirme a la capacidad de los indígenas de asumir las tareas que plantea la vida cotidiana con buen humor, con gran capacidad de reír mientras trabajan. Salvo casos extraordinarios, como los que han vivido la barbarie desatada por la subversión durante la década de 1980 y parte de la siguiente, y otros que son consecuencia de haberles expropiado sus territorios y convertido en dependientes de un sistema económico que no les ofrece otra alternativa que vender barato sus productos y trabajo, me atrevo a decir que ellos no conocen la palabra estrés.

Digo temor porque, pensaba, cómo podría escribir acerca de este tema sin perderme en apreciaciones subjetivas, ya que, a fin de cuentas, la felicidad es algo muy personal y exclusivo de cada quien. Además, ¿cómo medir la felicidad de la gente? La lectura del referido artículo me ha ayudado a superar el entrampe, al menos por dos razones. La primera, porque me hizo reflexionar sobre los indicadores que actualmente usan los organismos nacionales e internacionales para medir la pobreza o el desarrollo (2) y llegar a la conclusión de que si bien los datos que se extraen de las mediciones son objetivos (porcentajes de alfabetismo, escolaridad, servicios de saneamiento y otros), inducen a conclusiones poco fundadas que, con frecuencia, solo sirven para que los políticos y propagandistas de este modelo de desarrollo justifiquen sus decisiones y las impongan. Pongo enseguida algunos ejemplos.

El analfabetismo (alfabetismo para el índice de desarrollo humano-IDH) sugiere en la mente del lector la idea de que el alfabetizado lee. Esto es cierto solo a veces, al punto que hoy los estadígrafos han creado el concepto “analfabeto funcional” para referirse a aquellas personas que, habiendo aprendido a leer, no leen, por la razón que fuera: falta de dinero para comprar libros o de interés por la lectura, por ejemplo. Pero el tema se puede llevar más lejos. Como la lectura no es un fin en sí mismo sino un medio para que la gente se desarrolle intelectualmente, se desenvuelva como un ciudadano con mayor conciencia cívica sobre sus derechos y deberes, y alcance finalidades más pedestres, como superar la prueba de un examen para un cargo determinado y mejor remunerado que el que tiene (si lo tiene); y considerando que una parte de la población lectora solo lee basura, como la prensa amarilla que únicamente consulta en los titulares que se exhiben en los quioscos de periódicos (en esto se limitan a lo justo, dado que esos diarios no desarrollan los contenidos adentro), es claro que una lectura así no está cumpliendo los fines que se proponen los programas de alfabetización. Me pregunto: ¿Por qué lectores de insultos y difamaciones propaladas contra personas críticas de regímenes políticos, viles en sí y envilecedores de los ciudadanos, deben ser considerados más desarrollados que personas basadas en la tradición oral y que mantienen su capacidad (aunque mellada por la “modernidad”) de transmitirse relatos que reviven los actos fundadores de su mundo y sus costumbres?

Pero para que no se piense que el caso del indicador comentado es una excepción, tomo otro: agua potable, calificativo generoso para referirse al agua que le llega a uno a través de tuberías, pero que no corresponde a la realidad del nombre: bebible, saludable. Aunque en cada caso hay variaciones, ni aun en Lima la gente se atreve a beber dicha agua, al menos aquélla con ciertos recursos, porque, como siempre, los pobres tienen que contentarse con lo que les llega. ¿Es esto algo cualitativamente mejor que recoger agua en tinajas de quebradas o puquios? En honor a la verdad, también debo decir que la modernidad, representada por industrias contaminantes y por ciudades en crecimiento que arrojan desperdicios sin tratamiento al agua, ha hecho que las cosas cambien en muchos lugares.

Un indicador como el ingreso monetario que no tome en cuenta las condiciones en que vive la gente es un dato mentiroso. Una familia de cinco miembros que gana 500 soles al mes es pobre si vive en la ciudad, porque ese dinero no le permite afrontar los gastos necesarios para llevar una vida digna; mientras que para una que vive en una comunidad se trata de un ingreso importante (ojo: expresamente no digo que la convierte en rica), porque tiene asegurada parte de la alimentación mediante su trabajo en la chacra, en el monte y en los ríos; dispone de una casa que él mismo construye y repara, de agua limpia (salvo los casos de contaminación ya citados) y, lo que es importante, de un vecindario de parientes con los que mantiene una relación de intercambio recíproco de bienes y servicios.

No se diga ahora que sostengo que no es importante que los indígenas vayan a la escuela, se alfabeticen, tengan derecho a mejores servicios de salud y salubridad y cosas por el estilo.

Por cierto, ellos mismos quieren y buscan estas mejoras. Lo que digo es que la manera como esto se realiza no está mejorando la calidad de vida ni de ellos ni, en general, del resto de la población que lee titulares chatarra en los quioscos de periódicos.

Otra manera de manipular los datos estadísticos es la que ha hecho De Soto en su último despilfarro de dinero (ocho páginas a color, en suplemento especial de El Comercio, 5/6/2010, en día sábado, es algo que debe costar por lo menos unos 70 mil soles), bajo el título “La Amazonía no es Avatar”. Allí él señala que hay quienes afirman que “los indígenas son ricos a su manera”, algo que en realidad nunca he leído, lo que, claro, no quiere decir que, efectivamente, alguien haya mencionado tal despropósito. Lo que sí he leído, e incluso firmado personalmente, es que “los indígenas no son pobres”, aludiendo al hecho de que cuenten aún con comida, vivan en un medio ambiente sano y tengan capacidad de manejar sus propios conflictos internos. Esto, claro, a menos que los “programas de desarrollo” —colonizaciones y otros— los hayan despojado de sus tierras y bosques y que las industrias extractivas hayan contaminado su hábitat y deteriorado su propia salud. La afirmación que hace el economista es tan absurda como glosar a quien afirma que “no todos los políticos son corruptos”, señalando que “los políticos son virtuosos a su manera”.

Me refiero ahora a cómo De Soto usa los datos estadísticos para apoyar su propuesta de que la alternativa de los indígenas es convertir sus tierras en mercancía. Señala él muy contento, pensando haber encontrado el argumento contundente que justifica su idea, que “cinco de los distritos más pobres del Perú (Balsapuerto, Cahuapanas, Alto Pastaza3 y Morona, en Loreto; y Río Santiago, en Amazonas) se localizan en zonas indígenas de la Amazonía norperuana”. Lo primero que hay que decir es que, de acuerdo con el INEI,4 entre los diez distritos que considera más pobres del Perú no está ninguno de los que él cita y no hay ninguno de las regiones y provincias que menciona. Lo segundo es que, según la misma fuente, existen muchos distritos que no tienen población indígena que se encuentran en situación de pobreza, incluyendo algunos de Lima. Pero lo que aparentemente quiere demostrar De Soto con su referencia es que la causa de la pobreza de esos distritos (efectivamente Balsapuerto ocupa el puesto 12 en el ranking nacional de pobreza y Cahuapanas el 16, seguidos muy de lejos por Morona —242— y Andoas —246—) se debe a la presencia de población indígena que vive en comunidades. Se trata de un disparate, porque los indicadores de medición de la pobreza son consecuencia de la falta de inversión del Estado en escuelas, salud, saneamiento y en otros campos. Entonces su información implica más un cuestionamiento al Estado que al modo de vida de los indígenas, que es mucho más grave incluso considerando que al menos dos de esos distritos que menciona (“Alto Pastaza” y Morona) se encuentran en una zona donde la industria petrolera extrae buena parte de los hidrocarburos que produce la selva peruana.

¿O es que él piensa que vendiendo sus tierras los indígenas van a tener dinero para mandar a sus hijos al Markham, contratar seguros en la Clínica Anglo-Americana y pagar a Odebrecht la instalación de servicios de saneamiento?

La cuestión es qué derecho asiste a los propagandistas del mercado para pretender incorporar —o, mejor dicho (porque ya están incorporados), hacer depender— a gente que por sus propios medios, con su inteligencia y esfuerzo, construye, con cierta independencia de los circuitos comerciales, sus propias condiciones de vida, que, si bien no hacen que viva en la abundancia (¿por qué ésta debe ser considerada un valor universal?), no la condenan a la falencia ni a la desesperación del que nada tiene, ni a la frustración del que se tragó el cuento de que la modernidad (mejor educación, salud, salubridad y, sobre todo, más dinero) es un objeto al alcance de la mano para todos quienes estén dispuestos a estirarla (y a vender sus territorios ancestrales). ¿No son acaso indicadores contundentes de que la cosa no funciona la falta de trabajo de millones de peruanos, los deplorables resultados que arroja la evaluación del sistema escolar, el aumento crítico de enfermedades en los sectores más pobres, la creciente violencia social que azota a todo el país y los procesos de destrucción del medio en los que por desgracia a veces los propios indígenas se han convertido en agentes activos?

La segunda razón por la cual el artículo de De Rivero me ayudó a superar el bloqueo que sentía para abordar el tema es que por él me enteré de que la felicidad constituye hoy un indicador de calidad de vida y bienestar usado por los estadígrafos en los países desarrollados. Mis reflexiones, no obstante, van en otra dirección que las de ellos, en primer lugar, porque el punto de partida son realidades nacionales totalmente distintas: sociedades ricas, altamente industrializadas, aquéllas; versus una sociedad como ésta, empobrecida por la corrupción al grado de metástasis de políticos que prefieren el regalo de los recursos nacionales a cambio de prebendas recibidas bajo la mesa, al trabajo honesto para construir país en beneficio de todos los ciudadanos.

Una diferencia entre esas sociedades aludidas es que en el Perú existen pueblos indígenas que, a pesar de estar insertos en las redes nacionales que dominan el conjunto del país (de las que derivan sus peores problemas: contaminación de sus hábitats, intercambio desigual con el mercado, pérdida de conocimientos propios adecuados a su realidad a cambio de rudimentos adquiridos en la escuela y otros), mantienen un grado de autonomía que les permitiría, con una mejora sustantiva de los servicios sociales del Estado, fortalecer una opción de desarrollo basada en las capacidades de su gente para manejar de manera sostenible el medio ambiente y no solo en el incremento del PBI.

¿Cómo plantean la felicidad los ciudadanos en los países desarrollados? La respuesta sigue los planteamientos hechos por De Rivero en el artículo que comento, que, a su vez, se basan en diversos estudios sobre el tema. El factor principal de la felicidad es el dinero, no solo para lo necesario sino, mucho más que eso, “para adquirir y consumir las nuevas necesidades creadas por el mercado y la publicidad” (ibid.: 4). Como éstas son ilimitadas, la búsqueda de la felicidad se convierte en estrés que termina por conducir a la infelicidad. No basta un auto, es mejor tener dos —sobre todo si el vecino ya se adelantó—, que además hay que cambiar para estar con el último modelo; ni una casa: hay que tener también otra de playa y mejor aun una más de campo, además de la urbana, y así sin parar. Ésta es la lógica del sistema: producir y consumir de manera ilimitada, porque el día que esto se detenga, el sistema colapsará. Un adelanto de esto ha sido la crisis económica desatada en los Estados Unidos hace pocos años, que no fue causada por problemas de mala administración. Fue, en cambio, manifestación de la crisis de un sistema fundado sobre el consumo, como lo son el cambio climático, la pérdida de biodiversidad, la acumulación de basura (incluyendo la biodegradable; si no pregúntele a los holandeses sobre el tema de los excrementos de una población porcina, varias veces superior a la de los habitantes del país) y otras. El PBI es así, desde ya, un notable indicador de la barbarie del actual sistema, aunque tal vez hoy seamos incapaces de evaluar sus estragos y tengamos que esperar que lo hagan las generaciones venideras.

Sin embargo, en los últimos tiempos han surgido dudas sobre considerar el PBI como indicador de la felicidad, sobre todo a partir de la comprobación de que su crecimiento no necesariamente implica un incremento de los ingresos de la población. Esto es algo que sucede en el Perú y otros 134 países, donde los ingresos solo crecieron en 2,3% en el periodo que va de 1960 al 2008, lo que es insuficiente para terminar con la pobreza nacional y mucho más incluso para pretender llevar la felicidad del dinero a sus habitantes. En los Estados Unidos, los premios Nobel de economía Joseph Stiglitz y Paul Krugman afirman, refiriéndose al tema de la falta de relación entre dichos factores, que el crecimiento del PBI, desde 1990, solo ha favorecido al 10% de la población (ibid.: 5).

Debido a estas consideraciones, señala el autor, los países del Norte han comenzado a buscar nuevos indicadores de felicidad en reemplazo del PBI. Así han aparecido el indicador de riqueza genuino (IRG), que pone mayor énfasis en la calidad de vida; y el índice del planeta feliz (IPF), que le da prioridad a una larga vida sin impactos nocivos contra el medio ambiente. En los Estados Unidos, Gran Bretaña y otros países europeos se han realizado estudios y se han conformado comisiones para estudiar el tema de la felicidad, y se ha creado algo así como una nueva disciplina que De Rivero califica de “happylogía”.
No obstante estas preocupaciones, de acuerdo con estos estudios y encuestas, la percepción de la población sobre el tema no ha cambiado sustancialmente: le sigue otorgando prioridad a los ingresos que le permitan consumir más allá de sus necesidades básicas. Al respecto, dice el autor: “Los psicólogos y psiquiatras tienen otras lecturas de esta cultura adquisitiva. Ellos consideran que ganar más para adquirir más está generando una neurosis, que el destacado psicólogo británico Oliver James llama Afluenza, cuyo síndrome es una ansiedad permanente por tener más y mejor, desde inmuebles, autos, pasando por todo tipo de objetos domésticos y personales, hasta más grandes senos, menos arrugas e inclusive penes más largos” (ibid.: 5).

Se trata de un síndrome que hace que la gente se identifique por lo que tiene y aparenta, lo que crea un vacío espiritual que es cada vez más corriente en los países del primer mundo o “sociedades afluentes”, a diferencia de las sociedades en desarrollo donde, según la Organización Mundial de la Salud, casi no existe. La compulsión por tener y consumir termina finalmente en el Prozac, medicamento para calmar la ansiedad y los nervios de gran venta en esos países.

El corolario es triste: la búsqueda desenfrenada de la felicidad mediante el tener más ha llevado al medio ambiente a una situación peligrosa debido al calentamiento global y demás desajustes y estragos causados sobre el hábitat; y a las personas, a la neurosis, es decir, a la infelicidad, al arribo a una meta contraria a la que estaba en su mente al inicio del camino, y a otros males, como la obesidad, los infartos, la diabetes y otras enfermedades propias de los tiempos.

En cambio, en muchos pueblos indígenas las cosas funcionan de otra manera. Ignoro cuál es el contenido que ellos le pueden dar a la palabra felicidad, por lo que sería arbitrario y subjetivo de mi parte pretender definirla. Lo que sí sé es que en las comunidades se viven frecuentemente situaciones que se puedan asimilar a ésta. No sé por esto si felicidad es la palabra para nombrar la manera cómo las familias, solas o con otras, desarrollan sus labores cotidianas, con bromas y risas y tiempo para tomar un mate de masato cuando el calor aprieta, así como para descansar y hacer visitas a parientes y allegados. Cualquiera que haya estado en una comunidad indígena amazónica ha percibido esta situación. No es que no trabajen y ganen su pan con el sudor de su frente, pero éste es consecuencia del calor y no de la carga abrumadora que le impone la competencia y el consumo.

El “buen vivir” sí es un concepto indígena, como lo ha desarrollado en un bello libro mi colega Luisa Elvira Belaunde y otras personas. (5) Se trata de un concepto que, en teoría, parecería acercarse a las nuevas búsquedas emprendidas en los países desarrollados que intentan reemplazar el PBI por la calidad de vida (aunque incoherentemente, porque terminan siempre dándole prioridad al consumo). Ella se refiere a que durante su estadía en una comunidad secoya escuchó “a hombres y mujeres repetir palabras como éstas: ‘hay que vivir como gente’ (Pai Paiyeje Paidi); ‘hay que vivir bien’ (deoyerepa Paiye); ‘hay que pensar bien’ (deoyerepa cuatsaye). En lugar de apelar a principios políticos de organización residencial y jerarquía social para mantener el orden y el buen espíritu de la comunidad, ellos apelaban a la capacidad de cada una de las personas de contribuir efectivamente a su bienestar personal y al desarrollo de la vida colectiva” (28).

Precisamente en un viaje que hice en octubre de este año a una comunidad secoya, ubicada en la cuenca del Alto Putumayo y no en la del Napo, donde trabajó mi colega Luisa Elvira Belaunde, ante la pregunta a dos grupos de adolescentes (entre 12 y 17 años) sobre qué consideraban ellos que era un derecho, sus respuestas, con distinto fraseo, fueron las mismas: “derecho es vivir bien, es pensar bien”.

Qué derecho tiene la economía de mercado de destruir su vida para forzarlos a depender de un modelo caótico y destructor que se encuentra en franca crisis y que es incapaz de dar trabajo y riqueza a quienes no tienen otra alternativa que la venta de su fuerza de trabajo. Si alguien piensa que este mal durará más de 100 años y los cuerpos lo resistirán, no ve realmente la gravedad de una crisis que a estas alturas es indetenible por la falta de voluntad (y probablemente de posibilidades) de cambiar de rumbo.

¿O se trata de una idea suicida de arrastrar a todos en la caída?
----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

1 Rivero, Oswaldo de.“Más de dos siglos buscando la felicidad”. En Le Monde Diplomatique, agosto del 2010, pp. 4-5.

2 Los indicadores usados para evaluar la pobreza y el desarrollo de una población determinada en realidad son los mismos, pero usados al revés: si los primeros miden las carencias (analfabetismo, falta de servicios), los segundos estiman los avances (alfabetismo, servicios instalados).

3 Supongo que se refiere al distrito de Andoas, ya que el de Alto Pastaza no existe.

4 Cito la fuente: “Los resultados muestran que en el departamento de La Libertad, se ubican los distritos más pobres del país: Ongón (provincia de Pataz) con 99,7% de pobreza total y 97,2% de pobreza extrema y Bambamarca (provincia de Bolívar) con 98,7% de pobreza total y 92,4% de pobreza extrema. Cabe indicar, que de los diez distritos más pobres, seis de ellos corresponden al departamento de Huancavelica: tres en la provincia de Tayacaja (Tintay Puncu, Salcahuasi y Surcubamba), dos en la provincia de Angaraes (San Antonio de Antaparco y Anchongo) y uno en la provincia de Churcampa, que es el distrito de Chinchihuasi”. (Mapa de Pobreza Provincial y Distrital 2007. El enfoque de la pobreza monetaria. Dirección Técnica de Demografía e Indicadores Sociales. Lima, febrero 2009, p. 35).

5 Belaunde, Luisa Elvira. Viviendo bien. Lima: CAAAP, 2001. Viteri, Carlos. “¿Existe el concepto de desarrollo en la cosmovisión indígena?” (Mimeo).

No hay comentarios: