EL AMOR A LA TIERRA
EN FRANCISCO IZQUIERDO RÍOS
Danilo Sánchez Lihón
1. Recuerdos de infancia
Cuando era niño en mi casa paterna, y en la estantería de libros que teníamos, había uno que yo leía con asombro; de pasta lábil y amarillenta, con la estampa de un hombre de rostro rijoso, mirada fija y asombrada.
La imagen de aquel hombre, parecida a la del Quijote de la Mancha tenía la boca agestada y los bigotes en punta, con mechones de cabellos hirsutos y cejas en triángulo, y cuyo autor tenía un nombre de sonido estridente, chirriante, como la campanilla de un cencerro: Francisco Izquierdo Ríos.
El libro se titulaba: "Cuentos del tío Doroteo". No lo había vuelto a encontrar, por más que indagaba, entre las cosas que quedaron de aquella casa que ya solo existe en mi memoria. Ni tampoco lo encontraba mirando toda librería de viejo o de suelo que encontrara. Incluso, en cierta ocasión que lo necesitaba perentoriamente, lo busqué compulsivo en diversas bibliotecas, sin poder ubicarlo.
Ahora, felizmente, tengo una fotocopia gracias al pintor Bruno Portugués y a su esposa, Fanny Palacios, nieta del autor de aquella obra y de otras como Selva y otros cuentos, Papagayo, el amigo de los niños, Gregorillo, El árbol blanco, Mateo Paiva, el maestro.
2. Conjunción maravillosa
¿Cómo llegó aquel libro a casa? Fue por el año 1950, cuando Francisco Izquierdo Ríos retornaba a Santiago de Chuco, mi pueblo, que visitó por primera vez el año 1946 con el fin de escribir sobre el folclore del lugar, pero más para conocer y sentir la fuerza telúrica y la correspondencia de aquella tierra con la poesía de César Vallejo, a quien él admiraba fervorosamente, ocasión en que escribió el libro César Vallejo y su Tierra, que empieza así, párrafo que he leído embelesado infinidad de veces, envuelto en la música y en el prodigio de aquellas palabras:
Santiago de Chuco –conjunción maravillosa de hombre y de tierra, de paisaje y de espíritu–, ejerce en el visitante una poderosa influencia: aflora de sus entrañas una rara y potente fuerza que todo lo envuelve, lo rebasa. Hay en él de fino, de delicado, como de bravo, de hosco. Árboles y pájaros, rocas y abismos. Madrigal y emoción heroica. Realidad cósmica que explica el brote, la existencia de un genio como Vallejo. Sólo una tierra así ha podido dar un hombre de esa dimensión.
Luz, color, música... Eucaliptos de las huertas que pintan de verde la clara tela del ambiente. Más allá el candor de las campiñas y las gibas amarillas de los cerros y, más allá aún, las agujas de las montañas de la Cordillera Blanca...
3. Un amigo fraterno
El ejemplar de Cuentos del tío Doroteo, que yo hojeaba de niño estaba dedicado a mi padre con letra azul de lapicero untado en tinta líquida, rasgos armoniosos y parejos, y rúbrica firme.
Mi padre contaba que el autor llegó un día de visita a su escuela, de paredes de barro, techos de teja y jardines de flores que hacían del patio, los corredores y los pilares una paleta de colores encendidos, donde estudió el autor de Los heraldos negros.
Llevaba un maletín lleno de libros, habló con los maestros, se dirigió luego a los niños formados para la ocasión en el patio a quienes arrobó e hizo reír con su palabra encantada. Mi padre lo invitó a almorzar a la casa y fue allí donde él le dedicó el libro que llenó mi infancia de voces de pájaros, del enigma de las montañas, y de alucinaciones por los duendes y tantos otros personajes, entre reales y fantásticos, que lo pueblan.
La imagen que mi padre guardaba de él era la de un ser bondadoso, vital, fresco, vivaz y sonriente. Con muchos caminos bajo los pies, abierto a acoger todos los sueños, quien tenía una cualidad para desplegar ese arte o esa sabiduría de la vida compuesta de maravilla, sencillez y espontaneidad. Fue y se notaba en él a un amigo fraterno.
4. Su grandeza oculta
Esta estampa coincide con lo que trasuntan sus textos y sus actos, puesto que él hizo de la amistad una religión y de la fraternidad una fe. Era afectuoso, protector y comprensivo; un viajero trashumante, quien conservaba una característica de los maestros antiguos, cual era visitar lugares, salir de paseo, organizar excursiones con sus colegas y alumnos.
Sufrió cárcel por defender las causas del pueblo. Fue apresado en Chachapoyas y conducido a la colonia penal del Sepa, la más feroz del Perú. Nunca perdió su frescura e inocencia. Al contrario, se hizo más humano. En las fotos se transparenta en él a un hombre tierno, de mirada dulce, con un rostro de miel de chancaca.
Vladimiro, su hijo médico, me contaba que le gustaba pescar en los acantilados de La Perla, cerca de donde ellos vivían. Al principio los malhechores del lugar le arrebataron su reloj de oro. Pero luego la gente aprendió a respetarlo.
Se hizo muy amigo y compadre de los ladrones y de toda persona requisitoriada. Un día le devolvieron su reloj, del cual ya se había olvidado. Cuando se demoraba en venir a su casa los mismos bandidos venían a dejarlo, solemnes y respetuosos, al lado de ese hombre en quien adivinaban su grandeza oculta que él no hacía ostensible.
5. En letras mayúsculas
Era una persona querendona de su pueblo y de su gente. Y muy regionalista, amante de sus costumbres, comida y tradiciones.
De él se cuenta la siguiente anécdota:
Caminando un día por la Lima antigua divisó desde la calle y en una tienda de trastes y cosas antiguas un mapa del Perú que era inmenso, pues colgaba desde las vigas hasta el suelo.
Al verlo tuvo la corazonada, por lo inmenso que era, que allí sí se consignaría el nombre de su pueblo, que nunca aparecía señalado en los mapas del Perú, por lo pequeño que era y por la condición humilde en que se situaba su comarca. Le entró la curiosidad, pidió una escalera para mirar y ver si en él figuraba por fin, tal y cómo lo había intuido, el nombre de su aldea.
Y, ¡oh, portento y quimera! ¡Allí estaba! ¡Figuraba por fin!
Grata sorpresa fue la suya cuando constató que en ese inmenso y viejo plano sí ¡figuraba el nombre de su terruño: Saposoa!, que significa "lugar de sapos". Aquel nombre estaba estampado, además, en letras mayúsculas, aunque muy pequeñas para el tamaño de aquel gigantesco documento, hecho que de todos modos juzgó extraordinario.
6. El tema de sus evocaciones
Sacó su pañuelo para enjugarse una lágrima, pero después se echó a llorar con la mano puesta en el mapa, lágrimas profusas y sentidas por lo que había encontrado.
De inmediato pidió al tendero que lo enrollara porque iba a comprarlo. Al ver la emoción que le embargara el tendero le cobró una fortuna. A él no le importó pagarlo. Lo hizo sin rebajar siquiera.
Pidió que lo enrollaran y lo llevó directamente a su oficina en el Instituto Nacional de Cultura que ocupaba la Casa Pilatos, cerca de la Iglesia de San Francisco.
Consiguió clavos, martillo, prestó una escalera y él mismo colocó el inmenso y destartalado mapa detrás de su escritorio, en la antigua casona, señorial y vetusta.
Consiguió un carrizo o caña que ocupaba un rincón de la oficina, y que antes de conversar traía siempre y la acomodaba para tenerla a la mano. Con ella señalaba dónde se ubicaba Saposoa, conjunto de casitas que se acurrucaban en un bajío de la provincia de Moyobamba del departamento de San Martín, situado en el extremo superior del Perú, que por fin figuraba en ese mapa, y que casi siempre era el tema de sus evocaciones.
7. Rasparon las letras
Como en todo fabulador a cada amigo que llegaba le contaba historias de personajes, animales y plantas y señalaba ya sin voltear la arcadia donde todos aquellos mágicos sucesos acontecían. “Y todo eso sucedió en Saposoa”, era la frase con la que concluía todos sus relatos y discursos, e inmediatamente señalaba:
– ¡Tal y cómo figura –enfatiza este hecho– con letras mayúsculas, en el mapa oficial del Perú!
Estas frases eran su dicho, su corolario, su rutina, o la frase de siempre, con la cual rubricaba sus relatos. Y golpeaba con el carrizo, ya sin voltear a mirar el sitio donde ocurrían los sucesos fabulosos que contaba.
Dos amigos suyos que trabajaban con él, cuyos nombres reservo por ser ambos destacados autores literarios, conversaron entre sí de este modo:
– Si borramos el nombre de su pueblo va a tener que sacar este mapa horroroso de aquí de la oficina.
– Y tendrá que botar ese carrizo que también da mal aspecto a la oficina.
Y entonces una tarde en que él no estaba arrimaron muebles y sillas y uno de ellos subió. Ya arriba con una hoja de navaja de afeitar, muy delicadamente, raspó las letras donde decía SAPOSOA.
8. Ya no figuraba
Ya no existía el nombre de Saposoa, pero se desengañaron aquellos que lo habían borrado, porque él seguía siempre señalando el sitio automáticamente y sus oyentes no se preocupaban en leerlo desde abajo.
Un día ya impaciente uno de aquellos amigos que habían raspado el nombre en el mapa, le dijo:
– Pero ¿dónde está Saposoa, don Francisco?
– Aquí. ¿No lo ves o eres ciego? ¡O quizás eres opa!
– La verdad es que no lo veo, –replicó.
– ¡Aquí está! ¡Donde el mapa consigna, además con letras mayúsculas!
– Yo no lo veo.
– Yo tampoco, dijo el de más allá.
– Tienen que medirse la vista y cambiar de lentes que ya no les sirven. O comer zanahorias, como hacen los conejos.
– ¡Señálenos entonces dónde está pues! ¿Dónde dice Saposoa? A ver, díganos, ¿dónde está?
– ¡Aquí! –Dijo subiéndose a una silla
Y por más que buscó don Francisco ya no figuraba Saposoa en el mapa.
9. Con letras violentas
– ¡Ah, zamarros! ¡Jijunas! ¡Mal nacidos! –despotricó– ¡Me han borrado el nombre de mi pueblo en el mapa!
– ¿Quién?
– ¡Yo, no!
– ¡Ustedes! ¿Quién más? ¡Desgraciados! ¡Forajidos! ¡Vándalos! –Y con una tabla los perseguía para pegarles.
Tuvieron que desaparecer de la oficina por unos días.
Pero él a la mañana siguiente trajo una brocha, tinta y a todo lo ancho y alto del mapa puso el nombre, para él entrañable, de Saposoa, reafirmando categóricamente con estas letras furiosas su identidad, filiación y pertenencia a su tierra natal.
Hasta que un día le tocó ser directora de la institución a la lingüista Martha Hildebrandt, de carácter exigente, abrupto y lengua larga, quien al entrar y ver el espectáculo de la oficina con el mapa tremebundo, y aún más con esas letras violentas, gritó:
– ¿Qué significa este mamarracho? ¿Qué esperpento es este? ¡Descuelguen esta porquería y arrójenla a la basura! –ordenó a dos guachimanes que la seguían y quienes a manotazos dañaron esa reliquia por obedecer presurosos dicha orden.
10. Unge sus sienes
Se cuentan tres finales para esta historia, con infinidad de variantes al gusto e incluso ideología, de cada grupo humano, que responden a los intereses de cada corriente de pensamiento y opinión.
Final uno: Hay quienes dicen que don Pancho montó en cólera y le dijo a doña Martha su vida, lo que nadie hasta ahora ha sido capaz de decirle en su cara. Final dos: Otros refieren que permaneció callado, dolido, resentido en el alma y que al día siguiente presentó su renuncia definitiva. Final tres, que, entonces, le dijo:
Oiga usted, como en su caso no tiene aquí raíces, ni quiere, ni tiene entrañas, no sabe lo que significa tener ni querer a un pueblo. Siendo así, ahí tiene su pared, ahí tiene su oficina, ahí tiene su puesto de trabajo, porque me niego a seguir trabajando con alguien que no sabe lo que es el Perú ni sabe lo que es amarlo.
Y presentó su renuncia irrevocable. Y es que la aventura vital de Francisco Izquierdo Ríos es proponer, a través de la limpidez del alma del niño y del hombre andino, un camino nuevo a las “verdades” sociales, políticas, científicas y religiosas que han conducido a nuestras naciones por el abismo y despeñadero.
Y que, a través del niño, encontremos la actitud anímica con que construir sociedades auténticas, unidas y justas. Esta poética convierte a Francisco Izquierdo Ríos en un hito importantísimo en la literatura de la identidad, que hunde sus sueños en los arroyos nativos, humedece su frente en las aguas prístinas y unge sus sienes con los zumos de las flores silvestres y nativas.
Texto que puede ser reproducido citando autor y fuente.
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