por Ricardo Vírhuez Villafane
La literatura oral, étnica o indígena es una forma de literatura tan antigua como el mismo lenguaje. La literatura es un viejo oficio que puede rastrearse desde los tiempos más remotos de todos los pueblos. El reciente invento de la escritura, y luego de la imprenta, no hizo más que acelerar su desarrollo, establecer niveles y diferencias y sancionar la división del trabajo intelectual. Surgió así la literatura moderna con las peculiaridades que todos conocemos, pero no surgió la literatura. Los criterios etimológicos de que la literatura es principalmente escritura aparecen cuando esta (la escritura) es entronizada por los grupos dominantes como el principal medio de coerción ideológica; hecho que en la actualidad los medios de comunicación electrónicos, en muchos aspectos, han vuelto anacrónico.
Por tanto, la etimología no puede darnos la significación ni el sentido de la literatura, sino apenas el origen de su nombre. La literatura ágrafa, oral y colectiva se ha practicado y se practica en todos los países del mundo. Cuenta Menéndez Pidal que Carlomagno dio la orden para que los cantos bárbaros y antiquísimos de los francos fuesen aprendidos de memoria para que no se perdieran para las generaciones venideras. Y explica: «Entre las varias formas de arte existente, hay una forma de arte tradicional en la que el gusto literario es profundamente colectivo. El autor de cada obra es anónimo por esencia, porque él, individuo, se sumerge en la colectividad. Por esta forma de arte tradicional y anónimo, comienzan históricamente todas las literaturas».
Esta literatura fue trasmitida por generaciones de padres a hijos, y poco a poco se fue especializando el narrador. Surgieron los haravicus incaicos, los kantule panameños, los Minnesänger alemanes, los juglares, trovadores y bardos de la Edad Media, los shair persas, los scop de los antiguos teutones, los aedos griegos, y posteriormente los escritores. Y la literatura que produjeron estos narradores y cantores populares es inmensa y rica, y su poder de sugestión y belleza compite vigorosamente frente a la literatura moderna con todos sus recursos técnicos y conocimientos lingüísticos. Incluso, como sostiene Albert B. Lord, «no hay ninguna duda ahora de que el autor de los poemas homéricos fue un poeta oral. La prueba se encuentra en los mismos poemas». Y la oralidad fue también el sustento creativo de la literatura fantástica de la Biblia, el Mahabharata, el Corán, el Popol Vuh, las sagas escandinavas, la literatura griega clásica, etc. Pero lo que nos interesa en este apartado es la literatura tradicional de los pueblos indígenas amazónicos, cuyas características iremos desentrañando.
La fuente escrita
Para el estudio de la literatura indígena amazónica existen dos fuentes principales: la narración oral y directa de los integrantes de la comunidad nativa en su mismo idioma, y las recopilaciones y traducciones hechas por curas, antropólogos, lingüistas y profesores, publicadas comúnmente bajo el apelativo de supersticiones, mitos o leyendas. Nos hemos servido de esta última fuente porque el trabajo de campo excede nuestras posibilidades, y porque las recopilaciones publicadas en lengua española o bilingüe forman parte ya de la literatura indígena amazónica.
De poco nos sirven los datos de los cronistas españoles al referirse de pasada a lo que consideraban creencias paganas. Ni tampoco los textos que, desde la publicación de Leyendas y supersticiones amazónicas (1881) de Juan Barboza Rodríguez, se refieren al anecdotario mestizo y rural ribereño. Recién en este siglo comienzan las verdaderas recopilaciones más o menos sistematizadas y abarcadoras.
Tenemos, por ejemplo, una amplia gama de publicaciones acerca de las naciones indígenas de la familia lingüística Pano como Creencias, mitos y leyendas (1990) de Ulises Reátegui; Mitología Chama (1969) y Mitos y Leyendas de los Kikin Juni (1988), de Francisco Odicio Román; La verdadera biblia de los Cashinahua (1975), de André-Marcel d’Ans; Cuentos Cashibos I y II (1977), de Gregori Estrella; La poesía de las canciones cashibo (1976), de Wistrand Robinson; Textos shipibos (1975), de James Loriot; Las tres mitades de Ino Moxo (1981), de César Calvo; Mil y una hogueras (1991), de Danilo Sánchez Lihón y El universo sagrado (1991), de Luis Urteaga Cabrera, entre otras.
De la nación Ese-Eja conocemos Con la voz nuestros Viejos antiguos (1984), de María Chavarría Mendoza. Sobre los quechuas amazónicos se tienen Pueblo y bosque (1975), de Francisco Izquierdo Ríos; Nosotros los Napu-runas (1979) de Juan Marcos Mercier; Sacha pacha (1976) y Había una vez en la selva (1983), de Juan Ortiz de Villalba; Textos en el quechua del Pastaza (1975), de Christa Brauch; Cuentos folklóricos de los quechuas de San Martín (1981), de Filemón Tuanama; Cantos de amor y de guerra (1987), de Alessandra Folleti, y las múltiples publicaciones realizadas desde el Ecuador por la editorial Abya-yala y los refranes, sueños, poemas y cuentos quechuas publicados por el CIEI-CICAME.
De la familia Jíbara se encuentran Mitos de los indios jívaros (1919), de Rafael Karnstein; Mitos e historias aguarunas (1974), de José Jordana; Poesía lírica aguaruna (1979) y Antología de prosa narrativa aguaruana (1980?), de José Guallart; Cantos de amor de la mujer achuar (1981), de Siro Pellizaro; Duik Múun (1979), de Lucía Chumap; Cuentos folklóricos de los achual (1976), de Gerhart Fast; Textos candoshi (1975) de John Tuggy y Cuentos folklóricos de los candoshi, de Mary Hinson(1976), etc.
De las naciones Orejón y Secoya tenemos Pai y Mai (1990) de Juan Marcos Mercier y Textos folklóricos de los orejón (1977) de Daniel Velie. De la familia Arahuaca, Tashorintsi, tradición oral machiguenga (1979), de Pascual Alegre; Los piros: leyendas, mitos, cuentos (1960), de Ricardo Álvarez; Los machiguengas (1943), de Vicente de Cenitagoya; Los machiguengas (1967), de Andrés Ferrero; La sal de los cerros,deStefano Varese: (1973); El hablador (1987), de Mario Vargas Llosa; Los mashcos hijos del Huanamei (1970), de Joaquín Barriales; Cuentos folklóricos de los machiguenga (1968), de Harold Davis y Los mashcos en la antigüedad (1958) de José Álvarez.
Si hemos citado una cuarentena de títulos, no es exagerado afirmar que existen varios centenares de textos publicados como libros y otros incluidos en revistas y diarios, cuya cita requiere un trabajo bibliográfico superior y actualizado del de Ana María Espinola y Miguel Ángel Rodríguez (Amazonía Peruana Nº 3, 1978), incluyendo los libros publicados en idioma extranjero, las recopilaciones difíciles de hallar del Instituto Lingüístico de Verano (conocemos su amplísima Bibliografía 1946-1986, recopilada por Mary Ruth Wise en 1986) y las que en la actualidad realizan lingüistas, antropólogos y profesores.
Al respecto, no olvidemos las sabias palabras del poeta Ernesto Cardenal: «Algún día nos daremos cuenta de que la poesía más grande de América es la de nuestros indios. Mucha de la mejor poesía de América pertenece a tribus ya extintas o confinadas en las espesas selvas del Amazonas o el Orinoco».
Por ello, pese a las buenas recopilaciones o recreaciones, la verdadera producción de la literatura indígena solo será creación de los propios indígenas, quienes, sin perder su esencia cultural, sabrán recoger y aquilatar las influencias de otras culturas, hasta lograr producir, con la fuerza de sus rebeldías, pasiones, sabiduría e imaginación creadora, uno de los mejores aportes a la cultura popular de nuestro continente.
El Relato Mítico
¿Pero qué tipo de sub-género o especie literaria es el relato mítico? ¿En qué se parece al cuento o al relato, o acaso a la novela o la epopeya, y cuáles son sus características específicas que lo hacen único y diferente de otras especias literarias? ¿Pueden crearse relatos míticos en la actualidad, distintos de los tradicionales?
A estas alturas de las reflexiones sobre literatura indígena, parece lógica la obligación de responder a tales preguntas. Sin embargo, todavía me resultan difíciles las respuestas debido a que, en primer lugar, la naturaleza del mito posee tantas ventanas abiertas que desafían cualquier afirmación definitiva; y, en segundo lugar, porque el problema de los géneros sigue siendo una polémica irresoluble dentro de la literatura.
Pero podemos continuar boceteando aproximaciones y definir conceptos más o menos claros como un recurso pedagógico que nos permita, bajo bases comunes, comprender los aspectos cuestionados de los relatos míticos.
Lo primero que podemos hacer es discriminar el relato mítico (donde descansan propiamente los contenidos míticos) de las canciones, himnos y dramatizaciones indígenas. De este modo nos limitaremos al aspecto puramente narrativo, alejándonos de sus elementos poéticos y teatrales. Hemos utilizado el término relato y no cuento porque el primero posee una acepción general y plasticidad para adecuarse a diversas formas narrativas breves. En cambio el cuento, pese a que también acepta la generalidad del relato y, en sus formas antiguas, eran idénticos, ha adquirido en la actualidad un estatus propio, posee características específicas e incluso técnicas y recursos que le han dotado de autonomía y distanciado de sus antecesores.
Obviamente el relato mítico carece de las cualidades del cuento moderno, y solo elementos accidentales pueden darle la estructura y síntesis de este último, especialmente si se trata de una buena traducción y una versión mejorada. El agregado mítico al relato solo nos aclara la especificidad del sub-género. Es decir, si el sub-género es el relato, y si el relato puede ser fantástico, humorístico, histórico, etc., decir relato mítico solo significa que se trata de relatos cuyo contenido es mítico.
Las características del relato mítico son, en principio, las de cualquier relato en general. La diferencia en su forma, tema y mensaje es dado por el contenido mítico, la habilidad del narrador oral y las costumbres tradicionales y vigentes en el acto de narrar. Un relato mítico narrado oralmente por un indígena a su comunidad es en realidad el fragmento de una larga narración cuyos hechos, personajes y desenlaces no siempre se corresponden y parecieran guardar una inexplicable incoherencia. Pero aquí radican precisamente sus características originales. La fragmentación de las historias (se narra un relato, y luego se pasa a otro, y así sucesivamente), pese a su relación y vertebración interna (a veces los mismos hechos y los mismos personajes), son tratados generalmente con entera libertad, de modo que el relato solo posee autonomía en la medida en que la versión del narrador se lo permita. Los personajes no siempre cumplen el papel de personajes. Pueden existir solo como pretexto y no como sujeto. De modo que si nos interesamos por la suerte de determinado personaje, podemos quedar desencantados cuando comprobamos que ha desaparecido sin explicación alguna.
Cambia el desarrollo de la historia, y cambia también el desenlace. La versión del narrador es importante, pero también lo es la necesidad interna de la comunidad. Al fin y al cabo, la literatura indígena es expresión de su imaginación verbal, de sus sueños, esperanzas y necesidades materiales.
Esta incoherencia narrativa, junto a la mutabilidad de la acción y el desenlace, así como la fragilidad existencial de los personajes y la fragmentación de la historia, representan las características más resaltantes del relato mítico. Todo depende de la versión del narrador oral. En cuanto esta versión se hace escrita, las reglas de juego cambian.
Respecto de los temas del relato mítico, tenemos algunas constantes fáciles de destacar: cosmogónicas, cuando se narran las relaciones –generalmente humanizadas– de los astros y el universo; de origen, cuando asistimos al nacimiento del hombre, y en general de los seres vivos; y culturales, cuando se describe la aparición de las técnicas que el hombre inventa para «conquistar» la naturaleza, como la agricultura, la pesca, las viviendas, etc.Esta tipología es general y pedagógica. Cada una de estas constantes produce subdivisiones que las hacen más específicas y originales. Ninguna es pura. Más bien, se encuentran interrelacionadas y en algunos casos la única forma de nominarla es destacando el factor dominante. Es decir, si nos encontramos con relatos míticos que son cosmogónicos, de origen y culturales al mismo tiempo, es señal de que la especialización del relato aún permanece en proceso.
Podríamos agregar a esta primera clasificación otra de naturaleza menos general, en la que el tema se confunde con el carácter de la narración: humorística, aquella que amalgama la sonrisa con la carcajada delirante; fantástica (en su acepción antigua), cuando intervienen seres sobrenaturales, mágicos e irreales; fábulas, cuando los animales reemplazan al hombre en su protagonismo; histórica, compuesta por hechos violentos o pacíficos determinantes en la vida de los pueblos; sociales, aquellas que reflejan y expresan las formas de vida social y los modos de ejercitar el poder y el derecho; costumbrista, referido a los hábitos y tradiciones de los pueblos, etc.
Evidentemente, el relato mítico abarca muchos más aspectos de los que la antropología atribuye al mito. El relato mítico no solo explica ordenadamente el origen del hombre y del mundo; también lo recrea, se contradice, imagina situaciones que van más allá de la simple necesidad de explicar las cosas y, en sus momentos más brillantes, adquiere la autonomía respecto de su función primera.
El relato mítico, en esta última acepción, representa la narrativa general de los pueblos indígenas amazónicos. Desde este punto de vista, el relato mítico solo pude ser expresión –tradicional o novedosa– de los pueblos indígenas. Y ello se debe a que, como dijimos anteriormente, no se trata de especificaciones literarias puras sino que todas ellas están atravesadas por el componente mítico esencial señalado en la primera clasificación. Los relatos míticos humorísticos, fantásticos, de fábula, históricos, sociales, costumbristas, etc., se encuentran teñidos de características míticas cosmogónicas, de origen o culturales, lo que los hace exclusivos de los pueblos indígenas.
Cuando el relato mítico (de naturaleza originalmente oral) se convierte en literatura escrita, ya sea por obra de recopiladores y traductores, y se traslada de la lengua nativa al castellano, es forzado a adquirir otra estructura narrativa, lo cual, en lugar de limitarlo o anularlo estéticamente, debería elevarlo a los niveles de comunicación que la versión oral sí sabe procurarle.
Respecto de la literatura indígena escrita en la misma lengua nativa, es poco lo que podemos decir. En algunos casos solo se puede hablar de una escritura incipiente. En la mayoría, en cambio, pese a la existencia de gramáticas y diccionarios de las decenas de lenguas indígenas, pese a las traducciones y a los maestros bilingües (los que en realidad solo hablan el castellano), es inexistente. Esta obra solo puede ser tarea de los propios indígenas. De modo que, de momento, no podemos referirnos más que a las traducciones en español.
En principio, debemos distinguir que así como la oralidad exige una determinada estructura narrativa, sometida a las características y necesidades del habla, igualmente la escritura exige sus formas y la sujeción a sus propias tradiciones, aquellas que han producido lo mejor de la literatura universal. Esto explica por qué las versiones escritas de los relatos míticos publicadas de modo literal y con resonancias fonéticas o pedagógicas, nos parecen tan pobres, aburridas y monótonas. En cambio las versiones realmente literarias, que transforman el relato mítico en narraciones solventes con las mismas o parecidas características del cuento moderno, son verdaderas joyas de arte que nos sorprenden y deslumbran, y nos introduce maravillados en la imaginación verbal de los pueblos indígenas.
Si toda traducción es una traición, tanto mejor si es útil a la literatura. Los recopiladores tienen la obligación de lucirse como escritores antes que como cajas de resonancia desafinadas. Solo la literatura produce literatura. Es decir, hay que rendirse siempre ante la palabra creadora.
(El presente texto pertenecerá a un libro que tendrá como título ‘Letras indígenas en la amazonía peruana’, del mismo autor).
Datos
Nació en Lima, Perú, en 1964. Estudió Derecho y Ciencias Políticas en la universidad de San Marcos, y posteriormente Lingüística, carrera que abandonó por la literatura, el teatro y los viajes. Participó en innumerables muestras de teatro peruano, actuando y dirigiendo el memorable grupo Tumueca, que conformaba con Ricardo Lacuta, Tito Meza y Julio Villanueva Chang, principalmente; dictó talleres de actuación y dirección teatral, y dirigió otros grupos de teatro en provincias. Vivió en Iquitos de 1992 a 1999, y trabajó como profesor en la Escuela de Bellas Artes de Iquitos y como editor de la página cultural de un diario local; participó en muestras colectivas de pintura y realizó su primera individual de fotografía en 1998. Viajó por innumerables ríos de la amazonía y visitó grupos indígenas, fruto del cual escribió ensayos sobre literaturas indígenas y literatura amazónica en general. Mientras tanto, desde inicios de los años 80 publicaba artículos de crítica de arte y literatura en diversas revistas del país, principalmente en el diario La República, en cuyo suplemento Andares ha publicado fotografías y crónicas de viaje. Actualmente trabaja en dicho diario y es editor de la revista de cultura Arteidea.
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