viernes, 21 de enero de 2011

Centenario de José María Arguedas
El escritor de todas las sangres…

Escribe: Luis Alberto Vásquez
elbochagol@hotmail.com
Molinos de viento

El 18 de enero de este año se cumple el centenario del nacimiento del escritor de todas las sangres, José María Arguedas, y aunque el gobierno no haya escuchado el clamor popular para que este año se le rinda un homenaje merecido, los pueblos más olvidados de la patria le harán el reconocimiento cantando sus canciones, volviendo a releer sus libros y volviendo a soñar a pesar de los desencuentros y de los zorros de arriba y los zorros de abajo, con los ríos profundos de nuestras esperanzas en una patria justa, libre y más humana.

Era el año de 1978 cuando Arguedas llegó a mi vida para siempre. Estudiaba en Barrios Altos, Lima, en el colegio de la policía que lleva el nombre del rebelde Túpac Amaru y en cuyas aulas, bravas como los ríos profundos, tenías que defender tu espacio y tu nombre, frente a los más pendejos del colegio.

Cursaba el cuarto año de secundaria y nos gobernaba un militar llamado Francisco Morales Bermúdez y ese año los estudiantes de Lima, comenzamos a hablar de política y queríamos como todo el país, que se acabe la dictadura. Pero también la patria jugaba el mundial de fútbol en Argentina, bajo el comando del capitán Héctor Chumpitaz Gonzáles y el arquero argentino Ramón Quiroga. Los goles de Cubillas,la magia de Sotil y la velocidad de J.J. Muñante, nos hacían olvidar por momentos la oscura patria donde vivíamos.

Peloteábamos en la cancha de Santa Lucía y nos “tirábamos la pera” por el camal de matamulas, el cementerio “El Angel”, la calle Gallinazos y 5 esquinas, donde vivían unos chinos que mataban gatos en ese barrio histórico, donde años más tarde otra dictadura la tiñó de sangre. El negro Hurtado era el centro delantero más famoso del Túpac y la morocha Ruth Bolaños la más guapa, que nos sonreía mordiéndose los labios. Hasta que un buen día, la profesora de lengua y literatura, Cristina Mauriz de Osorio, nos leyó Warma Kuyay (amor de niño), el cuento de Arguedas que nos cambió la vida y que nos hizo llorar esa mañana. Todos queríamos ser el niño Ernesto que se enamoró de la Justinacha y nuestra profesora, que era rubia y de ojos verdes, se convirtió en ese puntito negro que era Justina y que cantaba: Flor de mayo, flor de mayo/ flor de mayo primavera/ por qué no te libertaste/de esa tu falsa prisionera.

Entonces Arguedas penetró en cada corazón de esos muchachos que empezaron a querer los ríos profundos de una país de todas las sangres y que nos permitió mirarnos todos en aquel salón inolvidable: cholos, negros, zambos, morochas, mulatas, chinos, blancos, limeños, serranos, selváticos, que nos pusimos a llorar dejando de lado toda la palomillada cuando en la voz de la hermosa profesora escuchamos: “Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué, pues, me muero por ese puntito negro?”

Años después, en la universidad, llegó a mis manos la novela Yawar Fiesta (fiesta de sangre) y después de leerla, agarré mi mochila y junto a una negrita soñadora, nos fuimos “tirando dedo” por partes, hasta Puquio, para conocer aquel país misterioso donde vivíamos. Fue un viaje inolvidable y tierno, cuando divisamos el pueblo desde una cumbre como en la novela, miramos el cielo distinto y vimos los gavilanes negros. Escuchamos charangos y quenas y cantamos de alegría…el latido de nuestros corazones cambió de pronto y se agitó para siempre de una manera distinta, porque entonces aprendimos a querer nuestro país y la ternura y el amor sin límites de los indios, se instaló para siempre en nuestras almas.

Así conocí a Arguedas y después le escuché hablar y cantar en una grabación histórica que editó la Escuela Nacional Superior de Folklore que lleva su nombre y donde el antropólogo Rodrigo Montoya Rojas, nos cuenta que el autor de El sueño del Pongo, “aprendió a oír el canto en las espaldas de las mujeres quechuas que le cargaron llenas de amor porque era un niñito blanco y hermoso, parecido a Jesucito…ahí aprendió el amor, el quechua, el canto y la ternura…y con los niños de su edad, cantaba en las noches de luna deseando crecer y ser grandes como el Kutu, para enamorar a Justina, la adolescente más linda del mundo…”

José María Arguedas Altamirano, nació en Andahuaylas, Apurímac, un 18 de enero de 1911 y vivió en una hacienda de indios junto a su madrastra. El mismo nos dice: “Soy hechura de mi madrastra, que era dueña de medio pueblo y tenía servidumbre indígena y el tradicional desprecio y rencor por los indios. Ella decidió que viviera con ellos, mi cama era una batea donde se amasaba el pan y dormía sobre unos pellejos, un poco sucios, pero bien abrigadores, y viví feliz, entre el fuego y el amor, donde aprendí la ternura de los indios, el amor a ellos mismos y el amor a la naturaleza, a los montañas y los ríos y el odio contra quienes les hacían padecer…”

Su vida entonces, dura y difícil, le hizo escribir sobre el dolor y la tristeza y también la alegría en el alma de los pobres, de los indios despreciados por el poder, de los pueblos humillados y olvidados, de su cultura mágica, que le convirtió en el escritor más entrañable de la patria, cuyo trabajo literario y su aporte antropológico para reivindicar las manifestaciones culturales y artísticas, nos sirven ahora para seguir buscando esa identidad de los peruanos para con nuestro país, que el escritor consideró como una fuente infinita para la creación.

No en vano en su discurso memorable cuando recibió el premio “Inca Gracilazo de la Vega” en octubre de 1968 dijo: “No hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores. No por gusto, como diría la gente llamada común, se formaron aquí Pachacamac y Pacahacutec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Riti y la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra; la agricultura a 4 mil metros; patos que hablan en lagos de altura donde los insectos de Europa se ahogarían; picaflores que llegan hasta el sol para beberle su fuego y llamear sobre las flores del mundo. Imitar desde aquí a alguien resulta algo escandaloso. En técnica nos superarán y dominarán, no sabemos hasta qué tiempos, pero en arte podemos ya obligarlos a que aprendan de nosotros…”

Como analiza el padre Gustavo Gutiérrez en su libro Entre las Calandrias, “Arguedas es el escritor de los encuentros y desencuentros, de todas las razas, de todas las lenguas y de todas las patrias del Perú. Pero no es un testigo pasivo, no se limita a fotografiar y a describir, toma partido.”

Y es verdad, José María ha sido un rebelde siempre, conocedor de los prejuicios del alma humana, especialmente en contra de sus hermanos indios, incluyéndose él mismo. En 1949 es cesado por comunista, obtiene el grado de doctor en letras en 1963. En 1965 se divorcia y luego, en 1967, se casa con la chilena Sybila Arredondo. El 28 de noviembre de 1969 se dispara un tiro en la cabeza y según mi amigo, el sociólogo Luis Ramírez Germany, que hoy vive como Arguedas, con los indios de Ayacucho, el escritor no se suicidó, sino que se cansó de vivir.

José María escribió en español, pero sufrió en quechua, atento a los latidos de su país. Lo escucho cantar en quechua y mi memoria me devuelve aquel cielo de Puquio y algunos sonidos lejanos de un rondín y la voz de mi profesora Cristina, a quién no he vuelto a ver más. Arguedas me conmueve otra vez y vuelvo a llorar con mis recuerdos.

1 comentario:

Leo Casas Ballón dijo...

Estimado Luis Alberto: Me encantó tu restimonio acerca del Warma kuyay de Arguedas, tu peregrinación a Puquio y tu correcta interpretación acerca del mensaje social y político en la literatura arguediana.
Mira, pues, yo soy un andino quechua, cien por ciento arguediano, cautivado para siempre por la literatura amazónica de Pancho Izquierdo Ríos, Roger Rumrrill, etc. y convencido de la importancia cultural, social y política de esa gran región, en cuyo suelo tuve el privilegio de trabajar con nativos de varias etnias (asháninka, matsiguenga, awajún-wanpís, shipiba, yánesha) y colonos quechuas y andinos en general.
Bendita sea la literatura que cumple el sueño arguediano de unirnos a gentes de todas las sangres en un destino común digno. Un gran abrazo.- Leo Casas Ballón