lunes, 12 de diciembre de 2011

José María Arguedas: anecdotario mínimo

Por
 Stefano Varese






 Debe haber sido en el verano de 1967 o 1968 cuando logré invitar a José María Arguedas a la casa de playa de San Bartolo que mi padre Luis y su esposa Rita rentaban para el placer de todos nosotros hijos, hijastros y amigos que siempre llenaban cualquier casa que mi padre tocara con sus generosas manos lígures. Arguedas llegó con Sybila, creo que en carro que ella misma manejó, y se instaló en el patio asoleado, bajo una sombrilla protectora y discreta, atendido por la excesiva hospitalidad que Rita solía dispensar a cuanta persona entrara a la casa. Tenía yo veintiocho o veintinueve años, un doctorado en etnología recientemente logrado y una admiración respetuosa y un tanto atemorizada de esta persona menuda, de ojos claros, de facciones que hubieran podido ser de algún pariente lejano de Génova o Turín. En 1965, Arguedas había estado unos pocos días en Génova invitado a un congreso de escritores. Creo recordar que yo había usado esa excusa para convencerlo de que pasara un día en la playa con nosotros y remembrara, distrayéndose, los recuerdos de su viaje a Italia, a la tierra de mi padre y de Rita, entre unos vinos y unas pastas muy genovesas de «pesto» y recuerdos  que aparecían siempre como por milagro en la mesa de nuestra casa.
En mi escasa década de vida en Perú —había yo llegado de Italia, después de tres días de avión turbohélice sobre el Atlántico y las Américas, al aeropuerto de Talara a fines de 1956— José María Arguedas y yo habíamos coincidido en varias y poco predecibles ocasiones. Quizás en Génova en 1965, en una de esas ‘sincronías’ de las que habla Carl Gustav Jung, él buscando a escritores que entendieran su pasión andina, yo en el intento reiterado cada cierto tiempo de cercenar mis nostalgias y sepultar en el olvido las tierras de mis infancias. Después, a través de maestros comunes cuando en las clases magistrales de Jorge Muelle y Jean Vellard, a pocos años de distancia uno de otro, escuchamos parecidas invocaciones a la inteligencia, sensibilidad y apertura mental —y emocional— para con los pueblos originarios de América. O tal vez cuando el maestro Jorge Puccinelli, Decano de Filosofía y Letras de la Universidad de San Marcos, en algún momento le comentara a Arguedas que el Departamento de Antropología de San Marcos se hubiera podido beneficiar con el joven Varese, tan metido en esas cosas exóticas de la selva amazónica y tan poco apreciado por el jefe, José Matos Mar, por sus innegables vínculos con la Universidad Católica y su muy conservador director de tesis el «pied noir» argelino Jean A. Vellard. Algo debió funcionar, porque en 1967 ingresé como profesor asistente al Departamento de Antropología en San Marcos y, el mismo año, Arguedas me invitó a dar unas clases sobre la Amazonía en el Departamento de Sociología que él dirigía en la Universidad Agraria de La Molina.

De José María Arguedas en San Marcos, tengo recuerdos fragmentarios y calurosísimos. Aparecía en las reuniones de un departamento de antropología en el que yo y otros profesores jóvenes no nos sentíamos muy bien recibidos, infundiéndonos, con su timidez e inseguridad, toda esa fuerza que él parecía no tener y que nos dispensaba a su pesar. Recuerdo un día, quizás un año antes de su muerte, en el que de repente, sin aviso alguno, al comenzar la reunión formal del departamento, Arguedas se lanzó a hablar en quechua a todos los miembros del departamento. Algunos de nosotros —yo y Alejandro Ortiz Rescaniere, creo— nos quedamos honrada y discretamente callados dando la ilusión de que algo entendíamos. Después de tres años de clases con el maestro Teodoro Meneses, yo algo debía de comprender. El silencio más ambiguo y mortificante provino de los profesores quechua hablantes que se negaban, y negarían por mucho tiempo, a reconocer su condición de andinos quechuas. Fue en esa ocasión que la conversación en quechua entre José María Arguedas, Luis Lumbreras y Rodrigo Montoya marcaron en mi mente el comienzo de una amistad respetuosa de estos dos jóvenes colegas con quien pocos meses después daríamos un «coup d’état» en el departamento. Bajo el empuje de los estudiantes se formó el triunvirato Lumbreras-Montoya-Varese, que administró académicamente el departamento hasta su reorganización. Por años, este acto de rebeldía juvenil, implícitamente aprobado sino estimulado por Arguedas, nos costó a los tres la abierta hostilidad de José Matos Mar y por extensión de John V. Murra. Recuerdo que varios años después, ya en México, Murra me agredió de palabras por ese acto de insubordinación ante la autoridad intelectual y profesional de los maestros de la antropología peruana. Extrañamente, no le había quedado claro a Murra que esos eran los meses y años del movimiento estudiantil y obrero de Paris (1968), la masacre de estudiantes mexicanos en Tlatelolco (1968), el movimiento estudiantil de Berkeley, contra la guerra de Viet Nam, en los Estados Unidos y el movimiento de los derechos civiles de negros, indios y chicanos, y obviamente la joven Revolución Cubana. No pasaban impunemente por las mentes y los corazones de los estudiantes de San Marcos las muertes, sufrimientos y contradicciones morales y políticas que de alguna manera permitían sus años de ciertos privilegios y de estudio.

La verdad es que, aun en el trato ocasional que teníamos en San Marcos y en La Molina, me encariñé con Arguedas. Intuí que fue él quien entendió la importancia del estudio de los pueblos indígenas de la Amazonía y ayudó a abrir un área de estudios amazónicos tanto en San Marcos como en La Molina. No sé si tuvo alguna influencia en la decisión del Decano de Filosofía y Letras Jorge Puccinelli de apoyar, en 1967, la creación del Centro de Investigaciones de Selva en el «Instituto Raúl Porras Barrenechea» de San Marcos. Creo saber, sin embargo, que el antropólogo quechua hablante Mario Vásquez consultó con Arguedas sobre mis trabajos en la selva y fue precisamente en el Centro de Investigaciones de la Selva donde Mario Vásquez y Carlos Delgado fueron a buscarme, después de octubre de 1968, para proponerme trabajar en las reformas agrarias, territoriales y sociales que postulaba la revolución velasquista para la selva amazónica.  No consulté con Arguedas este ofrecimiento un tanto arriesgado por parte de una «revolución» que parecía, y no, espuria y socialista. Acepté el nombramiento. Ni siquiera recuerdo bien si llegué a conversar largamente con él durante este primer año del velasquismo y menos si él hubiese aprobado esta decisión mía. Entre 1967 y 1969 trabajé con mi amigo Alberto Chirif en la producción de un disco de música aguaruna y campa asháninka. En algún momento, José María Arguedas nos presentó a su amigo el musicólogo Josafat Roel quien ofreció escribir «Algunas Anotaciones sobre la Música» aguaruna y asháninka del disco. El disco fue publicado finalmente, poco antes de la muerte de José María Arguedas, bajo el sello de la Casa de la Cultura y el Centro de Investigaciones de Selva del Instituto Raúl Porras Barrenechea de San Marcos.

Han pasado 38 años desde que vi a José María Arguedas.  Su muerte me enfadó muchísimo, como me enfadaron después otras muertes por suicidio, la de Mario Vásquez con quien me unía la ilusión por la revolución velasquista, la ambigua muerte autoinfligida de mi querido colega y más que amigo, Guillermo Bonfil Batalla, el mexicano que me abriera las puertas de su país «profundo» y la última penosísima muerte del novelista indio Louis Owen, colega en mi departamento de la universidad de California de Davis. A todos los enfados siguió el duelo dolorido y la nostalgia y la conciencia de la ausencia y la soledad y el retorno limpio de los recuerdos. Pocos instantes de cercanía reencontrada y celebrada en la intimidad de una memoria incierta.

Este texto sobre Arguedas circuló previamente en Martin, Revista de artes y letras de la Universidad San Martín de Porres, año IV, número 10-11, Lima, noviembre 2004 (141-143).

Fuente:








Nota

 En el Centenario del nacimiento de nuestro querido escritor y antropólogo José María Arguedas y con ocasión de cumplirse  42 años de su fallecimiento, un revelador y delicioso texto de Stefano Varese que nos desucubre el interés y apoyo a la investigación de la Amazonía del embremático escritor del mundo andino.

Reproducimos también el discurso emitido en la ceremonia de inauguración de la 52 edición del Premio Literario Casa de las Américas de Cuba  dedicado a la novelista José María Arguedas como parte de las celebraciones por el centanario de su nacimiento, publicado en La Ventana  portal informativo de la Casa de las Américas.

Discurso del investigador y antropólogo peruano Stefano Varesse ―invitado especial a la recién finalizada edición 52 del Premio Casa de las Américas―, previsto para la inauguración del certamen, el 17 de enero 


por Stefano Varesse 

El día de mañana, 18 de enero de 2011 se cumplen exactamente cien años del nacimiento en Andahuaylas (Sur-Andino peruano), de José María Arguedas, poeta de las lenguas quechua y castellana, escritor, novelista, ensayista, etnólogo, y sobre todo héroe cultural andino e indígena que se definía a sí mismo como «un demonio feliz (que) habla en cristiano y en indio, en español y en quechua… (y añadía) Yo no soy un aculturado». 

Treinta años antes de su muerte, en 1966, Arguedas publicaba el poema en quechua, “Huk Ducturkunaman Qayay” (“Llamado a algunos doctores”)[1], que define su relación ambigua y torturada con la Academia y la intelectualidad criolla europeizante, cito:
    Dicen que ya no sabemos nada, que somos el atraso, que nos han de cambiar la cabeza por otra mejor. Dicen que nuestro corazón tampoco conviene a los tiempos, que está lleno de temores, de lágrimas, como el de la calandria, como el de un toro grande al que se degüella; que por eso es impertinente; Dicen que algunos doctores afirman eso de nosotros; doctores que se reproducen en nuestra misma tierra, que aquí engordan o que se vuelven amarillos. Que estén hablando, pues; que estén chismeando si eso les gusta. ¿De qué están hechos mis sesos? ¿De qué está hecha la carne de mi corazón? Los ríos corren bramando en la profundidad. El oro y la noche, la plata y la noche temible forman las rocas, las paredes de los abismos en que el río suena; de esa roca están hechos mi mente, mi corazón, mis dedos. ¿Qué hay a la orilla de esos ríos que tú no conoces, doctor? Saca tus binoculares, tus mejores anteojos. Mira, si puedes. Quinientas flores de papas distintas crecen en los balcones de los abismos que tus ojos no alcanzan, sobre la tierra en que la noche y el oro, la plata y el día se mezclan. Esas quinientas flores, son mis sesos, mi carne. Las cien flores de la quinua que sembré en las cumbres hierven al sol en colores, en flor se ha convertido la negra ala del cóndor y de las aves pequeñas.
Creo que es legítimo afirmar que la elite intelectual criolla del Perú consideró a José María Arguedas como un traidor de clase y de etnia. Nacido “blanco” (wiracocha-misti), de padre abogado y juez, miembro de la pequeña burguesía provinciana andina, fue relegado por su madrasta a vivir con los sirvientes quechua de la hacienda. Allí, el niño José María fue nutrido en lengua quechua por el calor y la comprensión de los comuneros andinos. Estos años formativos transformaron a Arguedas en un runa andino, de ojos azules y piel clara, capaz de usar con igual soltura el castellano y el runasimi quechua, la cultura andina y la versión criolla de la cultura del coloniaje euroamericano; pero sobre todo se formó el hombre comprometido con toda su pasión en la lucha de liberación de los pueblos indígenas andinos. 

La paradoja ―y tragedia― de la vida de Arguedas es que, en su posición de intérprete, traductor y activista político-cultural del mundo indígena, ha sido impugnado tanto por la elite intelectual criolla, como por el emergente academicismo indígena en vía de asimilación cultural. 

De Arguedas algunos críticos literarios andinos han podido decir que fue un wakcha, un huérfano, un solitario, un abandonado, mientras la izquierda desvariada de Sendero Luminoso lo acusaba de “andino lloriqueante” y la derecha fundamentalista, en su versión literaria, le reprochaba ser un pasadista y un utopista arcaico. El diálogo político, literario, cultural que Arguedas quiso establecer entre los pueblos indígenas, la antropología académica y la inteligencia criolla peruana, fracasó. La formación colonial y eurocéntrica de la intelectualidad urbana no estaba preparada, ni lo está, para aceptar una conversación que implique un auténtico proceso de descolonización, el reconocimiento de la existencia de diferentes epistemologías y axiologías, la plena legitimidad y viabilidad de cosmologías otras, de visiones y reinterpretaciones del mundo que pertenecen a otros paradigmas de civilización. 

Un caso obvio. La ineptitud de Mario Vargas Llosa para ver, reconocer, interpretar y finalmente comprender al Perú profundo, al Perú indio, al Perú multiétnico milenario y contemporáneo, al Perú que es precolonial, colonial y neocolonial; tradicional, moderno y posmoderno al mismo tiempo. Esta incapacidad de estructural nos revela el grado de sumisión acrítica de la intelectualidad liberal latinoamericana a la ficción de una “Historia Universal”, que es finalmente la historia de la expansión del Occidente euroamericano sobre el resto de la humanidad mundial a golpes de fierro y fuego y de los embustes del capital. 

Para que los “pueblos sin historia”, los indígenas de América y del mundo puedan seguir sometidos y desinterpretados, los José María Arguedas tienen que ser silenciados, desvirtuados o arrinconados a las márgenes de la intelectualidad oficial bajo el rubro de nostálgicos del pasado y enemigos de la modernidad. 

No es extraña, pues, la coincidencia histórica de José María Arguedas con otro pensador indígena quechua que tres siglos y medio antes escribiera una carta de más de mil folios al rey de España Felipe III denunciando los abusos de los españoles invasores del estado Inca y las virtudes de la sociedad y civilización indígena de los Andes. La Nueva Corónica y Buen Gobierno (1615) del intelectual andino Huamán Puma de Ayala intentaba establecer un puente de diálogo civilizacional entre la España posmedieval y el estado indio de Tawantinsuyo, a través de la primera crítica sistemática del colonialismo europeo en las Américas. 

Huamán Puma se oponía con fuerza al poder y gobierno de los invasores extranjeros argumentando a favor de la restitución de las tierras y territorios indios así como del restablecimiento del modo de gobierno indígena. En su aceptación de la irrevocable presencia del cristianismo cultural y político español Huamán Puma de Ayala llega a reconocer ―como lo hiciera siglos después José María Arguedas con la cultura urbano- criolla― unas cuantas virtudes de los ideales del Occidente. 

Huamán Puma reconoce que no todo es rapacidad, robo, engaño y violencia en la fe de España traída al Perú, sin embargo, la cristiandad del nuevo país criollo-indio-mestizo con su supuesta ética de compasión debe ser capaz de reinterpretar la cosmología que sustentaría este “renovado contrato social”. 

En su dibujo del “Mapamundi del Reino de las Indias” (1615) Huamán Puma pone al centro del mundo no a Jerusalén, sino el Cusco, como debe ser, y los seis ejes cósmicos ―norte, sur, oriente, occidente, nadir y cenit― corresponden al ordenamiento del Tawantinsuyo y de la Pacha (janac pacha, mundo de arriba y uju pacha, mundo de abajo). 

Tres siglos y medio después de las anotaciones de Huamán Puma, en los pueblos indígenas andinos perdura el principio de que espacio y tiempo son dos conceptos indivisibles, ambos recogidos en los términos y prácticas sociales tales como turpay pacha (el tiempo-espacio de la cosecha); kay pacha (el tiempo-espacio en que vivimos) y el concepto fundante del tiempo-espacio andino: ñawpa pacha que es definición del pasado y al mismo tiempo marcador de futuro, el tiempo por venir.[2] 

En esta concepción tan indoamericana de un futuro que se dibuja desde atrás, desde el pasado, desde un pasado que se encuentra en el presente y que generamos todos los días con nuestro actuar cósmico, que hay que discernir e interpretar el pensamiento y la práctica utópica india. La “utopía arcaica” a la que se refieren con cierto desprecio los criollos posmodernos neoliberales existen y habitan los Andes, el Amazonas, Mesoamérica y el Mapu, las tierrasyoemé y diné y los barrios indios de San Francisco, California, es decir, la América indígena toda. Se trata del futuro de justicia social, de una comunalidad (un ayllu, una parawa, una guzún), una comunalidad de reciprocidades y de un mundo relacional igualitario entre todos los entes del universo —tangibles e intangibles/ físicos y bióticos—, es decir, un universo de parientes, con los que hay que ponerse de acuerdo todos los días. 

Lo arcaico, en los proyectos indios, es el principio fundante del orden, tal como le dijo a José María Arguedas un campesino quechua iletrado respondiendo a la pregunta: “¿Qué es Inka?”. “Inka es el principio fundante de todas las cosas”, fue la respuesta. 

De allí la plena vigencia hoy día de la narrativa andina de Inkarí, el otro gran aporte de Arguedas a la comprensión del mundo indígena. Inkarí, el ser desmembrado, cuarteado, enterrado en pedazos a lo largo de los Andes que se va recomponiendo en el ñawpa pacha: tiempo-espacio/presente- pasado-futuro. Cuando el cuerpo completo de Inkaríse haya recompuesto, es decir, remembrado, el proyecto social andino volverá a resurgir. 

Deseo concluir estas palabras con una advertencia de antropólogo. Hay en las Américas del tercer milenio entre 40 y 50 millones de indígenas, millón más, millón menos. Durante seis siglos los pueblos indígenas se han resistido a desaparecer y se han adaptado a todos los cambios impuestos a la fuerza, de atrocidad en atrocidad, de abuso en abuso, de injusticia en injusticia. La tragedia y masacre de los pueblos awajún y wampis en Bagua, en la Amazonía peruana, en 2009 es un hito más en la larga historia de resistencia de los pueblos indígenas de las Américas. Lo que revela la insurrección de Bagua es que el paradigma indígena de una civilización más humana, igualitaria, de justicia relacional con el paisaje históricamente construido (el ñawpa pacha), se está confrontando con fuerza, inteligencia y organización a la alternativa política destructora y genocida del capitalismo salvaje globalizado impuesto desde el imperio. 

Añado dos consideraciones finales: una pesimista y otra esperanzada; las quiero expresar de manera radical: yo no creo que sea posible concesión y negociación alguna con la propuesta distópica del capitalismo global de los fundamentalistas neoliberales. La descivilización impuesta por el capital ha tenido más de 500 años de tiempo para demostrar su capacidad de civilización justa y humanística, moral con la humanidad y el cosmos, atenta al espíritu y a la belleza. No lo ha logrado, ni parece desear lograrlo. 

La segunda consideración y proposición esperanzada es que el diálogo inviable con el capitalismo de la distopía hay que sustituirlo por una conversación honesta y profunda con el otro paradigma de civilización ―el paradigma indígena― y repensar el futuro común, el socialismo, la justicia social, la ética ambiental, la democracia cultural y la misma belleza de la vida (“el buen vivir”) juntos, en solidaridad y en aprendizaje compartido con los pueblos indígenas de las Américas. 

Y esta me parece ser una enseñanza que nos dejó José María Arguedas y esta es también es la propuesta que nos ofrece hoy Casa de las Américas con el lanzamiento de su Programa de Estudios sobre Culturas Originarias de América. 

Con razón José María Arguedas lanzaba desde el avión que lo traía a Cuba estos versos el día 16 de enero de 1968: 

“A Cuba” —Cubapaq 

Estoy llegando a ti,
Pueblo que ama al hombre;
Pueblo que ilumina al hombre,
pueblo que libera al hombre,
amado pueblo mío.
Dentro del avión-águila escucho tu palabra,
la voz, el grito de setecientos maestros y poetas,
palabras inspiradas en ti,
tan altas como el Sol.
Eres tú, ahora, pueblo de Cuba, simiente del mundo
del cielo y de la tierra.
Chayamushkayki
runa kayaq,
runa kanchariq,
runa qespichik,
llaqtallay, llaqta
Kay wamani avionpa qasqon ukupi uyarini rimayniyta
qanchis pachak amautakunapa, harawikunapa
rimasqanta qaparinqanta.
Inti sasyayta rimaykamusqanku
qamrayku
Qanmy kanki, kunan, Cuballaqta mundupa rurun
hanaqpachapa, kaypachapa.
 

Notas: 


1- Cito textualmente de una carta que me ha enviado mi amigo y colega el antropólogo boliviano quechua-hablante Guillermo Delgado, profesor en la Universidad de California, Santa Cruz. Guillermo ha hecho la traducción al castellano y al inglés de los poemas J. M. Arguedas que cito en este texto. 


2- Gran parte de este párrafo se sustenta sobre el extraordinario ensayo de Eusebio Manga Quispe titulado: “Dos concepciones espacio-temporales para dos mundos. Ñawpa y ñawpa-n: encaminadores de kay pacha” publicado enCiberayllu (7 marzo, 2010) http://www.ciberrayllu.org. 

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Stefano Varese, investigador y antropólogo italo-peruano especializado en pueblos indígenas/nativos de América. Es miembro del Departamento de Estudios sobre Nativos Americanos de la Universidad de California, Davis. Entre los temas de su interés se encuentran: desarrollo de las comunidades indígenas, el desarrollo agroecológico y sostenible, culturales, económico y la libre determinación política, la gestión territorial, la migración rural-urbana, la migración transnacional, la gestión de los recursos culturales, las estrategias de mitigación de la pobreza, los derechos humanos.

Su Sitio web: www. nas.ucdavis.edu/varese/varese.html

www.AmazoniaMagica.com

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